El Exodo Jujeño
  

Corría el mes de mayo de 1812. Lleno de ardor patriótico, habló así el general Belgrano a las tropas y al pueblo reunidos en la plaza:
"Soldados, hijos dignos de la Patria, camaradas míos: dos años ha que por primera vez resonó en estas regiones el eco de la libertad, y él continúa propagándose hasta por las cavernas más recónditas de los Andes: pues que no es obra de los hombres, sino del Dios omnipotente, que permitió a los americanos que se nos presentase la ocasión de entrar al goce de nuestros derechos; el 25 de mayo será para siempre memorable en los anales de nuestra historia y vosotros tendréis un motivo más de recordarlo, cuando veis en él por primera vez la bandera nacional en mis manos, que ya os distingue de las demás naciones del globo, a pesar de los esfuerzos que han hecho los enemigos de la sagrada causa que defendemos para echarnos cadenas y hacerlas más pesadas que las que cargábamos.
"Pero esta gloria debemos sostenerla de un modo digno con la unión, la constancia y el exacto cumplimiento de nuestras obligaciones hacia Dios, hacia nuestros hermanos y hacia nosotros mismos, a fin de que la Patria se goce en abrigar en su seno hijos tan beneméritos y pueda presentarla a la posteridad como modelos que haya de tener a la vista para conservarla libre de enemigos, y en el lleno de su felicidad. Mi corazón rebosa de alegría al observar en vuestros semblantes que estáis adornados de tan generosos y nobles sentimientos y que yo no soy más que un jefe a quien vosotros impulsáis con vuestros hechos, con vuestro ardor, con vuestro patriotismo. Sí, os seguiré imitando en vuestras acciones y con todo el entusiasmo de que sólo son capaces los hombres libres para sacar a sus hermanos de la opresión.
"Ea, pues, soldados de la Patria, no olvidéis jamás que vuestra obra es de Dios; que él nos ha concedido esta bandera, que nos manda que la sostengamos, y que no hay una sola cosa que no nos empeñe a mantenerla con el honor y el decoro que le corresponde. Nuestros padres, nuestros hermanos, nuestros hijos, nuestros conciudadanos, todos, todos fijan en nosotros la vista y deciden que a vosotros es a quienes corresponderá todo su reconocimiento si continuáis en el camino de la gloria que os habéis abierto. Jurad conmigo ejecutarlo así, y en prueba de ello repetid: ¡Viva la Patria!".
Tres meses más tarde se produjo otro hecho terriblemente grandioso. Corría el mes de julio y las fuerzas de los realistas, poderosas y bien equipadas, amenazaban destruir totalmente lo poco que se había ganado a fuerza de sacrificio y de coraje. Del norte venían avasallándolo todo a su paso.

La
orden de Belgrano fue terminante y precisa: no debería quedar nada que fuese de provecho para el adversario: ni casa ni alimentos ni un solo objeto de utilidad.
Todo fue quemado o transportado a lomo de mula, de caballo, de burro... hasta el último grano de la última cosecha.
El frío y la ventisca invernales acompañaron la caravana, reanimada sólo por aquellas palabras del general Belgrano, en su arenga del 25 de mayo frente a lo irremediable. En medio del viento blanco, la visión de aquella bandera que el "caudillo revolucionario", como lo llamó el general realista Goyeneche, conservaba bien guardada en una de sus maletas (lejos de destruirla, como había dicho al gobierno de Buenos Aires que haría), ponía su calor reconfortante para proseguir sin desmayos la emigración heroica.
El 23 de agosto de 1812, la revolución continuaba en el éxodo del pueblo jujeño. Esa provincia constituía el paso obligado al Alto Perú y a la plata de sus minas, y ahora, el ardor, la determinación de los patriotas y el miedo que inspiró la saña de los realistas en Cochabamba los hacía marchar.
El célebre bando de Belgrano, del 29 de julio, comenzaba diciendo: "Desde que puse el pie en vuestro suelo para hacerme cargo de vuestra defensa, en que se halla interesado el Excelentísimo Gobierno de las Provincias Unidas de la República del Río de la Plata, os he hablado con verdad. Siguiendo con ella os manifiesto que las armas de Abascal al mando de Goyeneche se acercan a Suipacha; y lo peor es que son llamados por los desnaturalizados que viven entre nosotros y que no pierden arbitrios para que nuestros sagrados derechos de libertad, propiedad y seguridad sean ultrajados y volváis a la esclavitud. Llegó, pues, la época en que manifestéis vuestro heroísmo y de que vengáis a reuniros al Ejército de mi mando, si como aseguráis queréis ser libres...".
En ese acto sintió Belgrano que se identificaba totalmente con el destino del pueblo que él sacrificaba. Por eso, lo hizo depositario y guardián de la "bandera nacional de nuestra libertad civil", puesto que, gracias a ese esfuerzo supremo, fue posible ganar la
batalla de Tucumán, primero, y la de Salta, después. Una bandera, una escuela y dos escudos quedaron para siempre en Jujuy como el testimonio de agradecimiento de un general que, si quitaba méritos a las suyas, sabía reconocer las virtudes de los demás.