Meses de sol y de lluvia han madurado la
caña de azúcar. Al secreto y misterioso hacer de la naturaleza
de la planta, a los lentos y ásperos golpes de la pala y de
la azada en los surcos, sucede ahora el sacrificio del vegetal.
Y en los Cañaverales, las espadas de sus hojas se doblegan,
desmayadas, al trágico anuncio dejado por el viento. Un áspero
fru-fru estremece los cañaverales. La siega se anuncia con
el sonoro cantar de los cuchillos y con los ágiles relámpagos
de machetes que caen sobre la agobiada grupa de la cepa. Las
cañas, desnudas, yacen ateridas, moradas, en los lomos de
los surcos o en los polvorientos canchones.Con el sacrificio de la planta la zafra ha
comenzado. Se trabaja sin tregua, sin pausa. Hay que ganar
la carrera al tiempo, a las heladas, a las lluvias, al sol,
a las plagas.Los ingenios, jadeantes, no descansan un
solo día, una sola hora. El interior de la fábrica vive a
un ritmo febril. Un calor sofocante se respira en el ambiente.
Espesos vapores se mezclan con húmedos y penetrantes olores.
Todo es fragor, movimiento, agitación: el torpe ruido del
trapiche, el ligero pasar del guarapo por las tuberías, los
movimientos rítmicos de émbolos y bielas, el lento y rubio
deslizamiento de la miel por canales, el girar de las centrífugas,
el imperceptible palpitar de agujas. Este desconcierto de
ruidos y de movimientos es más aparente que real. Porque el
ingenio está animado por un espíritu de colmena, de comunidad.
Cada ruido, cada movimiento tiene su razón de ser, responde
a una finalidad, cual es la de elaborar el azúcar extrayéndole
el máximo de rendimiento.De la verde esperanza de la caña, de los
amargos sudores del campesino ,del esfuerzo de la técnica,
de la acción coordinada de todos, ha nacido el azúcar, blanca
y dulce realidad tucumana.">
Gustavo Bravo Figueoa.
Tucumán. |