- III -

El doctor Glow en su casa

     -¿Está la señora?

     -No, señor, todavía no ha vuelto.

     -¿Salió con los niños?

     -Sí, señor.

     Y el portero, cuadrado militarmente, se inclinó respetuoso ante su amo que empezó a subir lentamente la ancha escalera de mármol del inmenso vestíbulo iluminado por tres grandes faroles de bronce y cristal, cuyos numerosos picos lanzaban torrentes de luz que hacían resplandecer como espejos las altas paredes pintadas al óleo y la abovedada techumbre donde se entrelazaban mil primorosos arabescos que hubiera firmado cualquiera de los artífices desconocidos que dieron forma material a ese sueño de huríes que se llama la Alhambra.

     Al poner Glow el pie en el último y reluciente peldaño, se detuvo, con la mano apoyada en un hermoso jarrón de alabastro que haciendo pendant a otro colocado enfrente, ostentaba una de esas plantas japonesas, de grandes hojas obscuras y caprichosas, que tan bien se acomodan con el refinamiento y la variedad propias de nuestro siglo enciclopédico. [80]

     -Contento, satisfecho, el doctor arrojó una mirada a su alrededor, y sus labios volvieron a dibujar la misma sonrisa que se bosquejó en ellos a la entrada de la Bolsa. Pensaba que aquel palacio, situado en el centro de la Avenida Alvear, en pleno barrio aristocrático, era suyo, completamente suyo. Sólo quince días hacía que lo habitaba, y aún conservaba fresca la impresión que produce en el hombre acostumbrado a llevar una vida cómoda pero sin lujo, el repentino encumbramiento a las más altas cimas de una opulencia improvisada.

     Allí tenía él bajo sus ojos aquel espléndido vestíbulo, con sus adornos costosos, sus muebles de cuero Cordú, labrado, su percha con espejo y su mesa de maderas raras, en la que reposaban dos gruesos volúmenes de las obras de Shakespeare, edición Hetzel. Allí estaba el precioso mosaico de mil colores, que parecía una alfombra tendida para ser hollada por el zapato blanco de una sultana.

     -Es preciso que mañana mismo se coloquen los candelabros al pie de la escalera -dijo el doctor con voz que retumbó sordamente en el espacioso vestíbulo.

     -Está bien, señor.

     Con sus patillas abiertas, su levita negra y su corbata roja, el portero parecía, en lo inmóvil, [81] un hombre helado por el frío al pie de la escalera.

     El doctor levantó el tapiz morisco que cubría una puerta, y entró a un salón en cuya lóbrega concavidad brillaron tenuemente varios puntos y filetes de espejos y adornos al reflejar la luz del vestíbulo.

     -Juan.

     -¿Señor?

     -Sube.

     Oyose en la escalera el chis-chás impertinente de las botas del portero.

     -Di que enciendan todas las luces de la casa.

     Después de dar esta orden, Glow se dejó caer en el primer sillón que encontró a tientas en la oscuridad. A poco vio entrar una sombra, oyó castañetear maderas, raspar fósforos, y de repente...

     ¡Oh!, ¡cómo brotó de aquel caos de tinieblas aquel mundo maravilloso! El fámulo, encaramado en lo alto de su escalerilla, encendía, una a una, las bujías de porcelana de la gran araña central. Parecía, allá arriba, un dios de frac a cuya evocación iba surgiendo un universo de preciosidades.

     Era de ver la cara que el doctor ponía al contemplar aquellos muebles riquísimos, con sus tejidos representando escenas de guerreros [82] antiguos; aquella alfombra de Obussón, de una sola pieza; aquellas paredes forradas, como un estuche, en seda color rosa pálido; aquellos coronados espesos que colgaban majestuosamente de las altas galerías; aquel techo en que el pincel de un verdadero artista había trazado unos amorcillos a quienes la Du Barry hubiera visto complacida abrir las alas en su mejor retrete; aquellos bronces sostenidos en pedestales forrados en riquísimas telas; aquellos grandes espejos, con sus dorados marcos de filigrana y sus jardineras al pie, llenas de flores, como ofreciendo un premio a las hermosas que quisieran mirarse en su cristal biselado; aquellas mil chucherías esparcidas en desorden por todas partes: vitrinas de rara forma, conteniendo objetos de fantasía; atriles caprichosos, con libros abiertos como misales unos, otros sosteniendo cuadritos de mérito; taburetes de raso pintado a mano; y allá en el fondo, una gran vidriera detrás de la cual se transparentaba otra sala envuelta en una penumbra que le daba no sé qué de fantástico y vaporoso.

     -Ahora el otro, enciende las luces del otro.

     El sirviente, cargado con su escalerilla de mano, que abría en compás debajo de cada araña, iba iluminando sucesivamente los salones, el comedor, la biblioteca, los dormitorios, [83] seguido del doctor que parecía no cansarse de admirar los esplendores acumulados en aquellas habitaciones verdaderamente regias. Un cuento de la Scheherazade no lo hubiera deslumbrado más.

     Y cuando el palacio todo quedó resplandeciendo bajo la inundación de luz que bajaba de cada pico; cuando, arriba y abajo, en el primer piso y en el segundo, en los sótanos y en el mirador, en el jardín y en los patios, el día artificial arrancó a la morada del doctor la capa de sombras que la envolvía, embriagado, loco de gozo y de vanidad, Glow empezó a vagar por entre todas aquellas suntuosidades, contemplándose en cada espejo, extasiándose ante cada cuadro, parándose ante cada mueble, mientras que por las puertas entornadas se veía aparecer a cada momento, ora la cabecita rubia y curiosa de una sirvienta, ora la cara afeitada del cochero inglés, ya el gorro blanco de un pinche de cocina, ya las correctas patillas del portero, cuyas cejas formaban el acento circunflejo más pronunciado que ha escrito el asombro en la fisonomía humana.

     A través de los cristales de un balcón mira Glow retorcerse las cintas oscuras de los caminos del jardín. Observa la gruta gigantesca con su juego de aguas que un jardinero de blusa azul acaba de poner en movimiento. Se [84] recrea en la contemplación de la glorieta, cuya red de madera será pronto envuelta por la madreselva que ya empieza a rodearla con sus mil delgados brazos, cubiertos de hojas en forma de escudos, cual si se prepararan a defenderla de los ataques, de algún formidable enemigo. De trecho en trecho, un pilar de hierro, erguido como un centinela colocado en su puesto para impedir el avance de la oscuridad, sostiene su globo de cristal opaco, que difunde suave resplandor por el parque inglés chato, lleno de macizos de flores sin más árboles que unas cuantas palmeras mecidas por el viento de la noche. Después manchas negras donde la luz no penetra, alternando con reflejos de un verde pálido y matices de un azul eléctrico. Y abajo, en la calle, del otro lado de la verja de hierro sobredorado, esbozándose en la tiniebla, bultos de gentes que se detienen azoradas ante aquella mansión que parece engalanarse para una fiesta; bultos entre los cuales ve el doctor relumbrar como los de un gato, dos ojos que quizás pertenecen a algún ser hambriento de ésos que vagan por las noches en torno de los palacios de los ricos, con el puñal en el cinto, la protesta en el corazón y el hambre y la envidia por instigadores y consejeros.

     Ante esta visión, Glow se vuelve con disgusto. [85] Está en el comedor, en el amplio comedor, tibio y abrigado por el confortable fuego que brilla en el hogar de la gigantesca chimenea de nogal admirablemente tallado. La mesa puesta, sobre cuyo mantel, de blancura deslumbradora, chispean los cristales y la vajilla de plata, como escaparate de joyería, y luce hermosísimo ramo de flores en el centro, alegra la vista invitando a la próxima merienda.

     El doctor arrima una silla a la chimenea y presenta las palmas de las manos al fuego confortador. «Esto es vivir», piensa, «así se comprende la vida.» Y compara mentalmente su situación actual con aquella infancia miserable, cuando su padre, un inglés, muy severo, venido a América en persecución de una fortuna que no logró alcanzar jamás (¡oh!, ¡eran otros tiempos!), lo obligaba a estudiar noche y día, queriendo sacar de él un hombre de provecho. ¡Si viviese ahora! Pero había muerto hacía muchos años, precisamente el mismo día en que Luis (éste era el nombre del doctor) ingresara a la facultad de derecho. Solo en el mando, porque su madre murió siendo él muy niño y no le quedaban más parientes, había empezado a luchar en esa vida oscura y abnegada del estudiante pobre y desconocido que se prepara en la sombra para salir a la luz, que suele ser la de la gloria. Fue reporter de [86] diarios, empleado de un ministerio, y, sobre todo, estudiante aplicadísimo y de talento, de mucho talento, según lo probó el día en que al recibir su diploma de doctor en leyes, resultó designado para pronunciar el discurso de regla en la ceremonia de la colación de grados, honor que, como es sabido, sólo se dispensa al alumno que más ha sobresalido durante los cursos. ¡Con qué fruición íntima recuerda Glow en este momento, allí, en el suntuoso comedor de su palacio, aquel zaquizamí de bohemio que le sirvió de gabinete de trabajo!

     ¡Qué lucubración aquélla! Fue un desborde de ciencia y de imaginación, una protesta viva y triunfante contra la rutina de los discursos universitarios, una exposición atrevida de las teorías más nuevas sobre ciertos puntos del derecho penal, en que la paradoja, campeando con las galas de un brillante y original estilo, engañaba con los colores de la verdad, hacía pensar por la profundidad de la filosofía y levantaba el espíritu en vuelo poético alternando a veces con la sátira de Juvenal. Fue un triunfo, un triunfo completo y merecido, que hizo estremecer el salón de conferencias bajo los aplausos de maestros y condiscípulos, tributados en presencia de multitud de hermosas damas que le enviaban como premio sus sonrisas más amables y sus elocuentes miradas. [87]

     ¡Y el despertar del día siguiente! ¡Aquel abrazo dado en plena calle al vendedor de diarios que le estiraba la hoja impresa, cuna de su gloria, donde su discurso, publicado en sitio de honor, era acompañado de frases encomiásticas que ponían bien de relieve su nombre, hasta entonces poco menos que inédito! A partir de ese día, su horizonte se fue despejando. Entró a practicar en el estudio de un célebre abogado, del cual salió al poco tiempo para abrir bufete aparte, contando, como contaba, con una clientela que conocía su habilidad para dar a la ley interpretaciones endiabladas. Un discurso de vez en cuando, pronunciado con cualquier motivo; un artículo de diario con su firma al pie, escrito sobre cualquier cosa, pero siempre bien escrito, buenas maneras; físico agradable, facilidad de palabra y natural tacto social, le conquistaron las simpatías de todo el mundo, y lo hicieron considerar como a un muchacho de muchas esperanzas. Frecuentó la sociedad, los paseos, los teatros...

     Y fue en una de aquellas noches clásicas de Colón cuando, en el apogeo de su brillante fama, vio por primera vez a la graciosa Margarita, la señalada por el destino para ser su inseparable compañera. El doctor, al llegar a este punto de sus reflexiones retrospectivas, [88] cierra los ojos y recuerda el momento y la escena con sus detalles más insignificantes.

     Una sala enorme, llena de gente, con sus filas de palcos como guirnaldas paralelas en que se entrelazan bustos soberbios, brazos desnudos, descotes floridos, abanicos inquietos, ojos asesinos, alhajas, terciopelos, blondas, toso animado, embriagador, incitante. ¡Y allá, en un palco grillé, desdeñosa y espléndida, ella, Margarita, aguantando, sin pestañear, los asaltos que la juventud dorada le dirige apuntándole sus binóculos como puntos de admiración escritos por todos los ámbitos de la sala en honor de su belleza!

     ¿Quién es? ¿Cómo se llama? El flamante doctor no tarda mucho en averiguarlo. Es la nieta de un guerrero de la independencia, cuyo nombre tiene la resonancia de un título nobiliario. ¿Rica? No, más bien pobre, pero con la fortuna suficiente para afrontar las exigencias de su alta posición social. ¿Tiene familia? ¿Con quién vive? Con una tía, una hermana de su padre, que la quiere como si fuese su hija. ¿Quién puede presentársela?

     -Yo -le dice el amigo a quien Luis ha detenido en un pasillo para pedirle estos informes.

     -¿Ahora mismo?

     -Ahora mismo. [89]

     -En marcha, pues.

     Entran a un antepalco donde dejan los abrigos y los sombreros. Luego, una voz argentina, graciosísima, se deja oír:

     -¿Eres tú, Ernesto?

     -No, señorita, soy yo, somos nosotros -dice el amigo oficioso, levantando la cortinilla roja del palco y entrando en él, seguido de Luis.

     -¡Ah!, disculpen Vv... Es que hace media hora que mi primo fue a buscar unos bombones y todavía no ha vuelto.

     ¡Su primo! El doctor siente que se crispan sus nervios, al oír nombrar aquel primo. Sigue una presentación, se charla un poco, la señora que acompaña a Margarita ríe a más y mejor de las salidas de Luis, que está feliz aquella noche: hay ofrecimientos de casa, promesas de visita... Total: el doctor vuelve a la platea muy distinto de como salió de ella. Le ha acontecido, en tan breve espacio de tiempo, algo que todavía no está bien averiguado, si es la mayor de las desgracias o el mejor de los bienes: se ha enamorado, pero loca, furiosamente, como un escolar, como un necio... ¿y por qué no también como un sabio?

     El doctor sonríe al recordar su repentino enamoramiento de novela romántica. Y sin embargo, nada más real, nada más positivo. [90]

     -Después recuerda los goces de amor propio, infinitos, supremos, que le proporcionó su triunfo sobre aquel corazón que nadie había conseguido rendir jamás. ¿Y las bodas? ¿Aquella noche que no olvidará, no, mientras viva? El desfile del Buenos Aires de tono por los salones de Margarita, el baile, las bromas de los amigos, la fuga en coche a lo mejor de la fiesta...

     Luego vinieron quince días de embriaguez, de exaltación delirante, pasados allí, en un rincón de la campaña, escondidito entre un jardín misterioso en el cual no se oía más que estallidos de besos bajo el espléndido cielo azul, y desatada charla de pájaros que convertían aquel paraíso en un extravagante manicomio ornitológico. Y en seguida, como un telón que se corre, la vuelta a la ciudad, eu un tren rápido, expreso. Y otra vez el bufete, y los discursos, y los artículos periodísticos, y mil planes para el futuro, planes políticos especialmente. ¡Oh!, él haría carrera en política. Sabía hacer hermosas frases, y aunque las frases hermosas no son ni la honradez ni el patriotismo ¡cuán arriba llevan las hermosas frases! Su mujer, además, que era ambiciosa, y que quizás, al casarse con él sabiendo que era un joven de esperanzas, había soñado en impulsarlo a subir alto, muy alto (esto el doctor [91] ni lo sospechaba), también lo inducía a meterse en política. Y no había elegido mal la pícara muchacha, porque de la generación de Glow, él era quien más valía, quien iría más lejos; pero...

     ¡Se lo tragó la Bolsa!... ¡Lo atrajo, lo absorbió con su inmenso aliento de abismo! Le presentó esos espejismos engañadores por los cuales le mostraba al pobre de ayer nadando hoy en ríos de oro. Al principio titubeó, tuvo escrúpulos. ¿Y si le iba mal? ¿Y si en vez de ganar como los otros, perdía lo poco que había adquirido a costa de tantos y tantos sacrificios? Pero ¡bah!, -se había dicho recordando a multitud de conocidos suyos enriquecidos de la noche a la mañana por las especulaciones bursátiles. -¡Si es imposible perder!

     Y sin dudar ya más se lanzó a ese mar revuelto cuyas olas le habían sido tan propicias. Margarita lo había combatido de un modo feroz, por decirlo así. Pero ¡qué entienden las mujeres de estas cosas! No logró convencerlo ni aquel día en que, con sus dos hijos en brazos (dos preciosuras, frutos de sus amores) le preguntó si correría el peligro de verlos expuestos al deshonor o a la miseria. «Tú -agregaba ella- has nacido para desempeñar un papel más alto que el de bolsista. Tu misión no es la de ir a atrofiarte con los cálculos financieros». [92] Él, empecinado, no le había hecho el honor de tomar en cuenta sus opiniones. La quería mucho, muchísimo, pero las mujeres -se decía el doctor acercando las manos al fuego- ¡qué entienden las mujeres de estas cosas! ¡Fresco estaría yo si le hubiera hecho caso! No me vería dueño de los diez millones que mañana, cuando me retire de los negocios (siempre Glow pensaba hacerlo, sin llevarlo a efecto nunca), me permitirán comprar la posición política que mejor me acomode!...

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     -¿Estás loco, Luis? ¿Todavía sigues en la empresa de iluminar la casa diariamente, con escándalo de los vecinos que nos tendrán por unos grandísimos deschavetados?... En fin, no pongas ese gesto. Si te lo digo es porque...

     -Pues yo ¿qué cargos no tendré derecho a hacerle a una paseandera muy buena moza que conozco, cuyo marido viene de la calle con deseos de darle un abrazo, y se encuentra con que anda calavereando por esos mundos de Dios?

     -¡Si vieras lo que he tenido que moverme para conseguir un dichoso género que necesitaba! He pagado el día del modo más superficial y aburrido... No, he dicho mal, aburrido no, porque las mujeres no nos aburrimos nunca en estos trotes... De la «Ciudad de [93] Londres» al «Progreso», del «Progreso» a la casa de Carrau, y en ninguna parte encontraba una tela de mi gusto. Al último salí del paso con un género tornasolado que es de lo mejorcito que he visto en mi excursión. Estoy deshecha. ¡Y pensar que el domingo es el baile, y todavía no hemos hablado ni siquiera a los tapiceros!

     De pie en la puerta del comedor, cuya cortina cruzada parecía recogerse sola para darle paso; alta, blanca, con esa blancura ligeramente sonrosada bajo la cual se adivina la sangre ardiente y joven; de ojos negros, relampagueantes, ojos andaluces, enormes, luminosos, fascinadores; el pelo ondeado, rebelde, sin reflejos, más negro, si cabe, que los ojos, sosteniendo en sus olas de tinta una gorrita dorada que parecía naufragar, como bajel de mástiles de oros, juguete de aquel mar que a cada instante se desbordaba en forma de provocativo mechón sobre la angosta frente griega, dando pretexto a una manecita ágil y regordetona para echarlo atrás con un movimiento lleno de familiaridad cariñosa; envuelta en lujoso abrigo de terciopelo bronceado, cuyos pliegues dejaban adivinar las formas incitantes de un cuerpo llegado al apogeo de su espléndido desarrollo, alto el seno, la garganta llena y turgente, escapándose en suave curva [94] para ir a confundirse con la piel de cisne arrollada al cuello como una víbora de nieve; Margarita, mientras hablaba con volubilidad graciosísima, pugnaba por sacarse un largo guante de piel de Suecia, el cual no quería, no, desprenderse de aquella mano ni de aquel brazo cubierto de ligero vello, que al fin quedó desnudo hasta el codo.

     -Un beso.

     -No.

     -¿Por qué?

     -Dos sí.

     Y la soberbia mujer estiraba a Glow sus húmedos labios, en los que palpitaba una música que rompió a tocar bajo los bigotes del doctor.

     -¡Vaya, juicio! ¿Sabes que afuera hace un frío polar?

     -Siéntate aquí, cerca del fuego.

     Margarita tomó una silla y se sentó delante de las brasas.

     -¿Qué me cuentas de nuevo? -preguntó la hermosa, desatando el lazo que unía bajo una de sus orejas las anchas cintas de la gorra, y dejando al descubierto dos joyas sonrosadas que para valer mucho no necesitaban los grandes solitarios prendidos a ellas.

     -Mucho. Figúrate que me he hecho fabricante de licores. [95]

     Y le contó la historia del químico fabricante de chartreuse.

     -Ten cuidado -le dijo Margarita, cuando hubo concluido. -No entregues así no más dinero a un hombre que puede ser un pillo.

     -Fouchez me lo ha recomendado y...

     -¡Fouchez, Fouchez, siempre sales con tu Fouchez! -exclamó la dama, tirando la gorra sobre un sofá, como si hubiera sido Fouchez. -Lo que es yo no puedo ver ni pintado a ese francés botarate.

     -Si es excelente... Di que le tienes aprensión, como se la tienes a Granulillo y a...

     -Y a ese caballetere Gray y al tal Riffi, y a todos los que te rodean, excepto Zolé, que es el mejor..., me parece...

     -¿Y por qué esas prevenciones?

     -No sé, no los puedo pasar, no me hace feliz verte entre ellos. Temo que el día menos pensado te den un disgusto.

     Glow, en su calidad de bolsista y hombre de mundo, de doctor en derecho y ex periodista, pensó que las mujeres no deben meter su cuchara en los asuntos formales, y en consecuencia, para evitar discusiones que consideraba inútiles y enojosas, cambiando de conversación, preguntó por los niños.

     -¿Quieres verlos?

     -Sí. [96]

     -¡Lorenza! -gritó Margarita, dirigiendo la voz hacia la puerta por que había entrado.

     -¿Señora? -respondió una voz lejana.

     -Trae los chicos.

     -Ya van, señora.

     Fue primero un ruido sordo e intermitente, parecido al que hacen las patas de los caballos cuando galopan en un terreno blando y arenoso. Después pareció que la naturaleza del terreno cambiaba, que de blando se tornaba en duro, pues el pataleo aumentó a un grado tal, que la cristalería se vio obligada a producir un repiqueteo, como llamando al orden.

     Y de improviso, caballero en grueso bastón que hacía encabritar a su antojo, la espada en alto, desnuda, amenazadora, hizo irrupción en el comedor un general que no llegaría a la altura de la mesa, con el floreado kepí echado atrás, la mirada fulgurante, y el ademán resuelto del que se lanza al asalto dispuesto a vencer o a morir. Así dio la vuelta a la habitación, y vino a desmontar junto a Glow, que premió los bríos del militar con un beso en la frente.

     -Milá, papá, que lilo, -dijo el héroe alargando a Glow su espadín de empuñadura de nácar.

     Preparábase el doctor a cogerlo, cuando otro personaje se presentó en escena. Pero esta vez no fue un militar sino una mamita, de [97] estatura más menguada aún que el militar, la que con gravedad digna de su misión, avanzó llevando en brazos una magnífica muñeca que a duras penas podía sostener. Su amor de madre parecía darle fuerzas, sin embargo. Iban vestidas casi de igual manera, pues ambas llevaban trajes de felpa azul, ceñidos al cuerpo con anchos cinturones escoceses sujetos atrás por gigantescos moños. Las dos eran rubias, aunque el pelo de la mamá, recogido por una cinta roja en el medio de la cabeza, y suelto después en ondas de oro sobre la espalda, era más fino y brillante que el de la hijita.

     -Avance usted, señora, dijo el improvisado abuelo, estirando el brazo para apoderarse de la muñeca, que la mamita lo entregó no sin cierta desconfianza.

     -¡Yo, yo plimelo!-exclamó el general adelantando un paso con la impetuosidad propia de su heroísmo.

     Glow lo miró con severidad.

     -Las damas son antes que los caballeros.

     -¿Y los Lapololes, como yo? -preguntó el pergenio sin cejar, apoyándose con una mano en su espada, como si fuera un cetro, y pasándose la otra por la naricita.

     -Los Napoleones se callan la boca cuando su papá se lo manda, y usan pañuelo para que nadie pueda tratarlos de mocosos. [98]

     El general sintió que se le acababan los bríos. Mudo y cabizbajo fue a esconderse entre los pliegues del tapado de Margarita.

     Derrotado el militar, avanzó la mamita.

     -¿Quién es esta niña tan juiciosa?

     -Mi hiquita.

     -Mi nieta entonces... ¿Y cómo se llama?

     -Sala.

     -¿Por qué se llama Sara?

     -Polque lice Lolencha que es el nome de la hica del pastelelo.

     Para la chica no había dama de más fuste que la hija del pastelero.

     Glow y Margarita se echaron a reír de la ocurrencia.

     -Bueno, señora, tome V. su hija, y cuídela mucho; pero si anda mal, ya sabe...

     Y el doctor hacía con la mano un ademán muy popular entre los niños.

     -Ahora Vd., señor Napoleón.

     El héroe salió de su escondite como hubiera podido salir de un baluarte.

     -A ver esa espada... ¡Amigas, es tremenda! ¿Y para qué la quiere?

     -Pa peliar -contestó Napoleón, recuperando los bríos.

     -¿Para pelear con quién?

     -Con la patia.

     -Por la patria -rectificó Margarita, pudiendo apenas hablar, de risa. [99]

     -¿Quién te ha enseñado eso?

     -Mamá.

     -Tiene razón. No se debe desenvainar la espada sino para defender a la patria. Ya te enseñaré cómo y cuándo debes hacerlo... ¡Pero, cuidado, no te entusiasmes en falso! -exclamó el doctor, que habiendo devuelto al militar su arma vio la punta de ésta muy próxima a uno de sus ojos. Y ahora, a comer. ¡Basta de chacota!

     Levantose Margarita y oprimió el botón del timbre eléctrico que colgaba de la araña como una borla.

     -¿Señora?

     -La comida.

     Cinco minutos después, el doctor, sentado a la cabecera de la mesa, al lado de su mujer y de sus hijos, se sintió feliz, tan feliz, que ya no podía serlo más. Habló del próximo baile que iba a dar para inaugurar su palacio, de los preparativos que había que hacer, de los invitados, cuya lista pensaba confeccionar al día siguiente. Dijo que incluiría en ella al elemento oficial, y como Margarita se mostrase contraria a esta idea, Glow dijo que así convenía a la buena marcha de sus negocios.

     ¡Come, come, insigne doctor, saborea despacio los manjares que te presentan, porque los bolsistas como tú, sábelo bien, no tienen nunca seguro el pan de mañana!