- II -

Los entretelones

     El estudio del doctor Glow estaba situado en el segundo piso de uno de esos edificios tan comunes en nuestros barrios centrales, construidos con el linceo propósito de sacar de la tierra el mayor beneficio posible, sin tener para nada en cuenta el gusto arquitectónico ni los preceptos higiénicos relacionados con la acción del aire y de la luz sobre el organismo humano. Amontonar; en un espacio relativamente reducido, el mayor número de habitaciones que se pueda, es el único objeto que preside a este género de construcciones, por otra parte muy útiles, sobro todo si se atiende a que ellas contribuyen a concentrar, durante las horas del trabajo, esa población activa y movediza para la cual es la distancia uno de los más enojosos inconvenientes. 

     Componíase, aquélla en que el doctor tenía su estudio, de tres pisos idénticos, que daban, en su parte interior, a un extenso patio embaldosado, cubierto por un gran techo de cristales opacos. Los balconajes corridos, las largas filas de puertas iguales, simétricas, numeradas, la total ausencia de adornos, la escasa luz, todo daba a aquel patio el triste aspecto de un pabellón de cárcel penitenciaria. Una escalera de mármol, en espiral, unía los pisos entre sí y con la calle.

     Desde las once de la mañana hasta las cinco de la tarde reinaba allí una animación extraordinaria. Era un desfile continuo, un incesante ir y venir de gente de toda calaña, que corría de acá para allá, entrando a los escritorios, subiendo y bajando a saltos 1a escalera, agitada, bullente, febril, empujada por esa impaciencia que acosa al hombre cuando va en pos de la engañosa fortuna. Las dos piezas que constituían el estudio del doctor, estaban señaladas, respectivamente, con los números 74 y 76. Aunque ambas eran del mismo tamaño, y cada una estaba igualmente iluminada por un balcón que daba sobre la calle de Cangallo (ventaja de que no gozaban las demás piezas de la casa) diferían sensiblemente en el mueblaje. 

     Elegancia, lujo casi, había en la que propiamente podía llamarse el bufete. Cubrían la pared del fondo dos estantes de libros vistosamente encuadernados. El centro lo ocupaba un ancho escritorio-ministro, sobre cuyo paño verde se destacaba un hermoso tintero de bronce con el busto de Cicerón. Dos cómodos sofás de marroquí, y varios sillones y sillas del mismo cuero, todo rico; todo de buen gusto, invitaban al plácido descanso. Una estufa portátil, de bronce bruñido, entibiaba la atmósfera. Cuatro planos topográficos iluminados, pendientes de las paredes, y una blanda alfombra escarlata cubriendo el pavimento, completaban el mobiliario, con más una caja de hierro que por poco se nos escapa a causa de estar escondida en mi ángulo a donde apenas llegaba la luz.

     La otra pieza, que se comunicaba con la ya descrita, por una puerta interior siempre abierta, no tenía más muebles que una mesita de pino, pintada de negro, que servía de escritorio a uno de esos dependientillos con cara de fantoche que son los correveidile de todos los bufetes; media docena de sillas ordinarias, alineadas a la pared, una prensa de copiar y una gran percha con muchas ramificaciones. Pero ya que hemos examinado la parte física del estudio de Glow, digamos algo sobre su fisonomía moral, si se nos permite la expresión.

      Hacía más de un año que aquel estudio no lo era sino en el nombre. Desde que el doctor se había entregado en cuerpo y alma a las especulaciones bursátiles, había hecho de modo que la clientela se le fuese retirando poco a poco, y tanta mafia se dio para conseguirlo, que una vez terminados, bien o mal, varios litigios pendientes, no se encargó de más asuntos judiciales, y el que hasta entonces había sido el bufete de abogado se transformó de la noche a la mañana en escritorio de hombre de negocios.

     Pues si bien es cierto que aún estaban allí los grandes estantes con sus apretadas filas de códigos y otras obras de derecho y literatura, no lo es menos que en aquel ancho escritorio-ministro ya no se escribía un solo alegato, ni reposaba un solo pliego de papel sellado bajo las apretaderas de cristal, prismáticas, que ahora servían para impedir que se volasen los muchos diarios cuya sección comercial constituía el único caudal de lecturas del doctor Glow, antes tan abundantes y escogidas.

     -¡No, nada de pleitos, nada de embrollos!, -se había dicho cierta mañana el buen doctor, al meter la cucharilla de estaño en la taza del espeso chocolate que sirven en el Café de  la Bolsa durante el invierno. Y desde entonces fue su estudio el punto de reunión de una porción de gente elegante, embarcada, como él, en ese buque roto de la especulación, cuyo seguro naufragio es tanto más doloroso, cuanto que cada viajero se imagina, al poner el pie en su resbaladiza cubierta, marchar a la conquista de un nuevo mundo. Toda, por supuesto, gente de tono: socios del Club del Progreso, del Jockey Club, carreristas distinguidos, clientes del Café de París, presidentes de sociedades anónimas, algún director de banco, algún periodista.

     A la tarde, de cuatro a cinco, empezaban a caer por el estudio, como decían ellos en antítesis curiosa. El primero que llegaba era Juan Gray, un jovenzuelo de aspecto enfermizo, que acababa de recibir, al cumplir su mayor edad, la parte de herencia que le correspondía de los bienes dejados por su padre, rico industrial muerto algunos años atrás. Especulaba en la Bolsa, trabajo cómodo y aparentemente lucrativo, y le gustaba tener en juego grandes cantidades, siendo su principal satisfacción que su nombre figurase en los negocios gordos. Administraba los bienes de su madre, que lo adoraba, y de quien tenía un poder general, porque es preciso advertir que la señora, viéndose atacada  de una afección crónica muy grave, había tenido que irse a Europa por recomendación de los médicos, acompañada de otro hijo suyo, Alberto, menor que Juan, y que con éste constituía toda la descendencia de la señora de Gray.

     Juan no era muy escrupuloso en la administración de los bienes de su madre. Creyendo adelantarlos, los tenía comprometidos en cuanto negocio Dios creó, y le servían, además, para pagar, en caso de apuro, sus deudas de juego, que solían ser considerables, pues estaba enviciado hasta el punto de que no contento con jugar en la Bolsa, arriesgaba también grandes sumas en el baccarat del Club, en las carreras del hipódromo y en los partidos de los frontones. Su pobre madre ignoraba todo esto, cosa muy natural, porque Juan había observado siempre una conducta irreprochable, hasta el día en que, emancipado por la ley, y ausente la señora de Buenos Aires, se dejó arrastrar por el ejemplo de la juventud dorada, y queriendo competir con ella, se prostituyó hasta el grado que hemos visto. Vivía con una bailarina italiana, a la que había hecho retirar de las tablas, sosteniéndola en un tren de lujo escandaloso. 

     Después de Gray solía aparecerse por el estudio el caballerito León Riffi, cuyo nombre era una irrisión, porque así en lo físico como en lo moral, más tenía de ratón que de león, salvo los bigotes y el ingenio de que suelen hacer alarde los roedores. Aunque no había cumplido su mayor edad (circunstancia que él ocultaba cuidadosamente), se creía una entidad financiera, no dándose cuenta de que el caudal que en poco tiempo lo hiciera ascender de tinterillo de un ministerio a propietario de algunas tierras y acciones de Bancos y sociedades anónimas, no lo debía, como se imaginaba, a los esfuerzos de su propio ingenio, sino a la época de sorprendente y falsa abundancia que enriqueció hasta a los más cretinos en los últimos años que precedieron al derrumbe de fines del 89.

     Pertenecía Riffi a aquella juventud que la Bolsa levantó como una espuma en el periodo de su apogeo, salpicando con ella las mesas de las rotisseries, las carpetas de los clubs, los lechos de las cortesanas, los paseos públicos, los teatros; juventud enriquecida en un día, que ocupaba el primer puesto en todas partes, desterrando de los salones el ingenio y la chispa verdadera, y eclipsando al mérito real con sus fastuosidades insolentes. Una pincelada más: Riffi imitaba a  Juan Gray, lo copiaba, ansiando identificarse con él.

     En pos de los dos muchachos llegaba Germán Zolé, el ingeniero, que pretendía haber descubierto la cuadratura del círculo, o, lo que es lo mismo, el medio seguro de no perder jamás un céntimo en las jugadas de títulos. Era un hombrachón muy feo, narigón, flaco, zanguilargo, de cabeza cuadrada, matemática, que a todas las cuestiones, especialmente a las artísticas, pretendía resolverlas por el método de eliminación. Presidía una sociedad constructora creada por su iniciativa.

     Después de Zolé entraba Granulillo, abogado sin clientela y ex-socio de Glow. Atraído también por el ambiente embriagador de la Bolsa, había echado a pasear a sus litigantes, y era un jugador audaz, sereno, valiente. Fresco y acicalado como una rosa, muy elegante y presumido, nadie hubiera podido imaginar todo el arrojo, toda la energía, todo el talento que se escondían detrás de aquel exterior delicado, femenil casi; detrás de la amable sonrisa de sus finos labios purpúreos, sobre los cuales el bigote castaño apenas se atrevía a insinuar una sombra ligera. Director de un banco oficial y periodista ingenioso, conversador ameno y temperamento artístico  refinado, gozaba de generales simpatías, especialmente entre las damas, cuya sociedad buscaba él siempre.

     Pero (lo diremos claro) aparte del valor, era de lo más vil que ha salido a la superficie terráquea. Podía, como César Borgia, haber llegado a ser el primer capitán de su tiempo; pero, como él, hubiera sido también el más corrompido de los gobernantes. En otras épocas habría adoptado el estileto por arma: el estileto o el veneno. Venido al mundo en el último tercio del siglo XIX, la intriga insidiosa, la falsía admirablemente disimulada por una cultura parisiense, fueron sus armas. Cuando trataba de conseguir algo que le interesase, de satisfacer un capricho, no se paraba en barras, y echaba mano a todos los medios, buenos o malos, para lograr su fin. Sus padres, al obligarlo a seguir la carrera de abogacía, erraron su vocación, como la erró él mismo cuando creyó que había nacido para bolsista, aunque, necesario es confesarlo, anduvo más acertado que sus padres. En política ¿a qué altura no habría llegado?... Si algún día toma este rumbo, prometemos narrar su historia, que no dejará de ser interesante.

     Escribía en diversos diarios, y fingiendo ocuparse de los intereses generales, nobilísima  misión de la prensa, sus artículos, finos y picantes, eran un arma más que esgrimía con propósitos egoístas y nada sanos. Para que los lectores vayan dándose cuenta de sus sentimientos, deben saber que Granulillo tenía un hermano, el cual rara vez iba al estudio de Glow, pues el periodista, para proceder con entera libertad de acción, lo había hecho formar parte de otro círculo. Este hermano, de menos edad que él, había pasado su juventud trabajando como agricultor en un establecimiento rural que después compró con los ahorros acumulados en varios años de labor seria. Cuando el establecimiento florecía y prosperaba, el periodista escribió a su hermano aconsejándole que abandonase un negocio tan pesado y viniera a establecerse en Buenos Aires, «donde en un abrir y cerrar de ojos» -decía la carta- «centuplicarás tu capital.»

     El agricultor tenía por su hermano una especie de respeto supersticioso. Creyendo que sus consejos eran dictados por el cariño y el talento, enajenó su granja y vino derecho a meterse en la boca de lobo, léase la Bolsa. Ahora bien, Granulillo no había tenido en cuenta sino dos cosas al inspirar a su hermano tan desastrosa resolución: apoderarse de la mitad de su fortuna porque estaba arruinado, y poder contar con un elemento que secundase  ciegamente todos sus planes. Con el pretexto, pues, de que era ducho en el laberinto de los negocios, se hizo habilitar por Lorenzo (nombre del ex agricultor), y arrojó aquel dinero al gran tapete, convertido en esas fichas que llevaban el nombre de títulos, acciones, tierras...

     Pero no era esto lo peor. Si Granulillo, que formaba parte de un sindicato cuyo objeto era hacer experimentar oscilaciones al oro, preparaba, por ejemplo, una suba, llamaba a Lorenzo y le aconsejaba que vendiese todo el oro que pudiera. El otro, inocente, vendía, dando la voz de alarma, que era lo que Granulillo se proponía, porque en la Bolsa, todos, al observar que Lorenzo se apresuraba a deshacerse de su oro, decían: «Cuando éste vende, debe ser aconsejado por el hermano.» El oro bajaba un poco, y entonces Granulillo y su sindicato de judíos alemanes, entre los cuales estaba el barón de Mackser, compraban grandes cantidades, haciéndolo remontarse a las nubes. Lorenzo, a quien estas emboscadas de su hermano iban arruinando insensiblemente, se desesperaba y le pedía cuentas de su conducta, enojándose mucho a veces; ¡pero el periodista hacía unos aspavientos!, ¡ponía una cara de inocente! Él estaba aterrado por aquello, sucesos imprevistos que perjudicaban a  su buen hermano; mas ¡qué hacerle!, así era la Bolsa! ¡Fenómenos inexplicables que se repetían todos los días y cuya causa era tan misterio! -«¿Pero tú no diriges el sindicato que acaba de hacer subir el oro?», -le preguntaba Lorenzo estupefacto. Sí, era cierto, él lo dirigía, pero en la apariencia, nada más que en la apariencia. ¡Allí había manos ocultas quo le hacían traición! ¡Él averiguaría quiénes eran los miserables! -«¿Y crees que yo también no pierdo?», - agregaba- «¡Si me estoy arruinando!... ¡Y que tu, tú tan luego, mi buen hermano, mi cínico, mi queridísimo hermano, vengas a aumentar mi pena con cargos semejantes! ¡Todos en este mundo estamos expuestos a equivocarnos!»- ¡Con qué tono lo decía!... Resultado: Caín se las componía de tal manera, que acabala siempre por hacerse compadecer de Abel, y un abrazo fraternal era el desenlace de aquellas discusiones. ¿Conocéis ahora a Granulillo, abogado por fórmula, periodista por calculo, director de Banco por conveniencia y bolsista por ambición?

     Pero el tipo más original de aquel círculo se llamaba Daniel Fouchez, nombre supuesto que servía para ocultar uno de los títulos más antiguos de Francia. Era marqués y había sido rico, aunque no mucho; pero los desórdenes de su juventud y sus dispendiosas prodigalidades  dieron pronto al traste con una fortuna ya bastante mermada por los despilfarros de diez generaciones de holgazanes, y llegó un día en que el elegante parisién, frecuentador asiduo de los camarines de la Porte Saint-Martín y del Odeón, y galanteador generoso de las muchachas alegres de los boulevares, se encontró de buenas a primeras sin un franco en los bolsillos, abandonado de sus amigos, con el crédito agotado y las ilusiones moribundas. Un tiro lo resuelve todo. Él no se lo pegó. ¿Por qué? ¿Fue valor? ¿Fue cobardía? Ya porque su orgullo le impidiese dejar comprender su situación a sus relaciones, ya porque fuese demasiado ignorante para conquistarse una posición en el mundo científico o literario, el hecho es que se decidió venirse a América, de incógnito, a probar fortuna, resolución que no se avenía mal con su carácter un tanto emprendedor y aventurero.

     Había oído hablar de Buenos Aires, de lo fácil que era enriquecerse en esta bendita tierra que sus amigas las cocottes alababan, enalteciendo la largueza de sus hijos, a quienes explotaban en grande, y entusiasmado por aquellos relatos maravillosos, se dijo: «En Buenos Aires está mi salvación. Vámonos a Buenos Aires.» Una vez resuelto, no quiso pedir cartas de recomendación a nadie gozándose  interiormente en la idea de los comentarios novelescos a que daría lugar su desaparición, en el círculo de sus amigos y camaradas.

     Cobró algún dinero que le debían, vendió cuanto poseía en alhajas y objetos de arte, y un buen día salió en secreto de París, sin decir adiós a sus relaciones, ni despedirse de un tío millonario a cuya generosidad no había querido apelar nunca. Llevaba en su equipaje, entre otras cosas indispensables, un... ¡teatro de títeres!... Apenas llegado a Buenos Aires, alquiló, en las inmediaciones de la Recoleta, un terreno baldío que encontró a propósito para levantar su barra (3)ca. Como Fouchez tenía un carácter muy alegre, todo esto lo encontraba él muy divertido.

     Allí pasó un año el ilustre, marqués, encaramado en los bastidores de su teatro, manejando los hilos de los autómatas y hablando con voz nasal y de falsete. Dio una serie de representaciones tan peregrinas como La reina de las hadas, El fantasmón de las treinta barrigas, Aladino o La lámpara maravillosa, Las aventuras de Polichinela, Don ¡que te como!, El dragón de las siete cabezas, y otras muchas ingeniosas obras del repertorio infantil.

     Pero sucedió que un buen día, irritado por  el poco favor que le dispensaba el público microscópico, hizo las de Don Quijote con el retablo de maese Pedro, y la emprendió a puñetazo limpio con todos sus muñecos, pudiendo decirse sin metáfora en aquella ocasión que no quedó títere con cabeza. La masacre fue espantosa. De una feroz puñada le rompió la crisma a la delicada emperatriz Melisena, e hizo desaparecer, por el mágico procedimiento de un puntapié admirablemente asestado, las dos jorobas del travieso Polichinela, a quien esta vez no le valieron mañas. Plagiando a Hércules, aniquiló en seguida al dragón de las siete cabeza, partió por el eje a su alteza la reina Mab, sin respetar, en su calidad de marqués, la elevada jerarquía de tan gran señora, y después de enjugar el sudor que hiciera correr de su frente tan recia batalla, vendió el teatro con todos sus fantasmagóricos telones.

     Con su producto compró un carrito y se hizo expendedor de helados, creyendo que el perfeccionamiento de este refresco le daría pingües ganancias; pero también esta vez se equivocó lastimosamente, y pronto tuvo que optar entre quedarse sin un medio o abandonar el oficio.

     Prefiriendo, como es natural, lo último, estableció un cambalache, caminó mucho, comió  poco, vendió por 100 lo que compraba por 10, y al cabo de poco tiempo se vio dueño de una suma nada despreciable. Y fue entonces cuando se le ocurrió aquella bendita idea de formar una gran empresa avisadora. Se asoció con un fuerte capitalista, a quien sedujo el proyecto, empapeló a medio Buenos Aires, inventó unos carros de mudanzas, de nueva forma, que tuvieron mucha aceptación, especuló en tierras, le fue bien, y siguió subiendo, subiendo, hasta que se encontró con un capital mayor que el derrochado en las correrías de su juventud.

     Mas en lugar de establecer un negocio seguro, aunque no tan lucrativo como deseaba, se arrojó al torbellino de las aventuras bursátiles, viéndose pronto convertido en una de las potencias de la Bolsa. La necesidad había desarrollado su ingenio, y el temor de volver a ser su presa multiplicaba su actividad y sus esfuerzos. Era fundador de varias sociedades anónimas y propietario de numerosas fincas que compraba y vendía ganando diferencias considerables. Contaba, en la época en que se desarrollaron los sucesos que vamos apuntando, de treinta a treinta y dos años, aunque le daban mayor representación su barba negra, muy tupida, salpicada de algunas canas, y un principio de obesidad que lo mortificaba  mucho, porque era presuntuoso como el que más. Llevaba el pelo cortado al rape; tenía negros los ojos, la nariz aguileña, la voz suave, distinguido el porte, y hablaba el español con bastante claridad, aunque su pronunciación gutural, unida a cierta petulancia muy propia del carácter francés, denunciaban su origen. Glow lo apreciaba mucho. Fouchez era su consejero, su amigo, su punto de apoyo en los trances difíciles. Granulillo le inspiraba una vaga desconfianza, que no sentía por el francés, y había contribuido mucho a esto el haber oído decir, no recordaba a quién, que a través de la niebla que envolvía la vida privada de Granulillo se dibujaba la figura de una mujer hermosísima que al mismo tiempo mantenía relaciones indecorosas con un personaje altamente colocado. Esto, interpretado de un modo desfavorable para Granulillo, y otras cosas raras que Glow advirtiera en distintas ocasiones, hacían que el abogado abrigase algunos recelos cuidadosamente disimulados. No tardaremos en saber si eran o no justos.

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     Una tarde, al entrar Glow a su estudio, encontró reunida a casi toda la camarilla. El gran Fouchez, tendido largo a largo en un sofá, aspiraba el humo de una pipa de espuma  de mar, oyendo con estoica paciencia la enrevesada perorata que el ingeniero Zolé, formidable solista, le estaba endilgando hacía media hora. Junto al balcón, de pie, con el sombrero puesto, el ramo de violetas en el ojal, los guantes calados. Granulillo leía un diario de la tarde, mientras Juan Gray, sentado al escritorio, borroneaba una carta para su amada la bailarina. Sólo faltaba León Riffi.

     -Caballeros, muy buenas tardes -dijo el doctor con acento entrecortado, porque la escalera lo fatigaba mucho.

     -Esperándote estábamos.

     -¿Sí? Pues aquí me tienen a sus órdenes.

     -Se trata de poner en ejecución una idea del insigne Fouchez -dijo el joven Gray, suspendiendo la pluma sobre el papel.

     La cara de Glow tomó la expresión del interés más vivo.

     -¿Y puede saberse cuál es esa idea?

     Fouchez recogió las piernas, las puso perpendiculares al pavimento, enderezó el cuerpo sobre aquel compás, y estiró la mano con un movimiento lleno de naturalidad.

     -Es la cosa más sencilla, la más sencilla del mundo -dijo.

     Y empezó a hablar con la mayor frescura de una porción de cosas sorprendentes. Él  tenía un proyecto, un grande, un verdadero proyecto, de fácil, de facilísima ejecución. Las gentes demasiado timoratas, podían, es cierto, oponerle algunas objeciones. ¡Oh!, pero él sabía que estaba entre personas liberales, liberalísimas (y recargaba la palabra), en cuyo claro entendimiento no tenían, no podían tener entrada ciertos escrúpulos...

     -Al grano, al grano -decía el doctor impaciente.

     -Bueno, sí, es mejor dejarse de hacer salvedades hasta cierto punto ridículas entre nosotros. Al grano, al grano, como V. dice con razón. Mi proyecto es éste: Se busca un campo, un campo cualquiera, no muy extenso, pero que esté, eso sí, cerca, lo más cerca posible de la capital. En seguida se manda poblar ese campo, quiero decir, se levanta en él una gran ciudad...

     -¡Pues no es nada lo del ojo!, -exclamó Glow pasmado.

     -Pero una ciudad ficticia, una...

     -¡Una ciudad ficticia!

     -Déjalo explicarse -dijo Granulillo a su amigo, que iba de asombro en asombro.

     El francés, después de aspirar una larga bocanada de humo, volvió a tomar la palabra, arrojando por boca y narices una serie de nubes cenicientas. 

     -Trataré de ser más claro. Se compra, como decía, un campo inmediato a Buenos Aires, y en él se edifican casas, muchas casas, de madera la mayor parte, de madera, eso es, salvo tres o cuatro, las principales, que serán de material, de material... ¿Comprenez-vous?

     El doctor dijo que sí con la cabeza.

     -Todas hechas, es claro, hechas a la ligera, muy a la ligera. Después ¿eh?, se levantan cimientos, cimientos de otras, para dejar sospechar que forman el plantel de una future población importante. En seguida, inmediatamente, ¿oye?, se contratan, por un mes o dos, a quinientos o seiscientos vagos, a quienes se les hace desempeñar l'oficio de panaderos, tenderos, almaceneros, zapateros, etc., y que irán a establecerlo con sus negocios en algunos de los edificios a que he hecho alusión antes... ¿Comprenez-vous?, perfectamente. Esto dará a mi ciudad, a nuestra ciudad, cierto aspecto de vida y movimiento, mucho movimiento que asegurará el éxito del negocio, de nuestro negocio. Y un día, cuando todo esté organizado ¡plaf!... Se anuncia, por todos los medios de publicidad de que se pueda echar mano, el remate, el gran remate de la importante villa... ¡Equis!

     -¿Y después?, -interrogó Glow con acento indefinible, metiendo ambas manos en los bolsillos de su sobretodo y mirando aí Fouchez de un modo particular.

     -¿Después? ¡Vaya una pregunta! Después nos embolsamos una suma de veinte veces mayor que los gastos que pueda ocasionarnos este brillante...

     -¡Robo!

     Glow fue quien lo dijo, Glow mismo, en cuyos ojos brillaba la chispa de la indignación más justa.

     Si el pequeño busto de Cicerón que adornaba el tintero de bronce, hubiera lanzado uno de esos magníficos apóstrofes que tan celebre han hecho el nombre del ilustre romano, la estupefacción de los cuatro interlocutores del doctor no habría sido más grande que la reflejada en sus fisonomías al oír tan tremenda palabra. ¡Robo!

     Granulillo se arrancó las violetas del ojal (4) y hundió en ellas la nariz, como si quisiera aturdirse con el perfume de las flores. A Gray se le rompió la pluma en el momento crítico en que echaba la firma al pie de la esquela. En cuanto a Zolé, miró al doctor con unos ojos que demostraban sus deseos de hacer práctico en Glow su método de eliminación. Fouchez casi dejó caer la pipa; mas fue el primero en reaccionar.

     -Doctor, fíjese en lo que ha dicho, y acuérdese  de quiénes son las personas con quienes está hablando.

     -Bueno, discúlpeme, he sido demasiado severo -dijo el doctor, que era muy cortés, y en el que influía no poco el ser Fouchez autor del proyecto, para sentirse aplacado. -Pero ¡qué quieren!, hablándoles con toda sinceridad, el negocio me parece poco limpio, y en el primer momento se me ha escapado una palabra que me apresuro a retirar. ¡No hablemos más de la cosa!

     El francés lo llamó aparte entonces. Se retiraron a un rincón de la pieza, y empezaron a hablar en voz baja, con acaloramiento reconcentrado el doctor, Fouchez con aire persuasivo.

     -V. debe comprender, doctor, que este género de negocios está a la orden del día. El dinero abunda hoy que es un gusto, tanto que la gente no busca sino ocasión de gastarlo... Sí, doctor, no mueva V. la cabeza, convénzase... Estas especulaciones, especulaciones como la que le propongo, están admitidas, toleradas por todo el mundo, y parece, o mejor, no parece sino es evidente, que hasta entre las personas más honorables, las más honorables, se ha establecido una especie de emulación para ver quién es el que más, el que mejor se ingenia en sacarle el dinero al prójimo... ¡y en que se lo saquen!... 

     Siguió hablando con aquel estilo suyo particular que consistía en repetir palabras y conceptos como si creyese que de ese modo entenderían mejor lo que decía. No se sabe qué otras razones ni de qué orden adujo para convencer al doctor; pero es lo cierto que cuando Fouchez acabó de hablar, Glow sonreía con aire de hombre que acaba de ser convencido.

     El doctor estaba dotado de loa sentimientos más puros, y era refractario a todo lo que saliera del terreno legal, abierto a las ideas honradas y generosas: pero el medio ambiente en que respiraba había influido lastimosamente en él. Cada día iba dejando, sin darse cuenta de ello, un nuevo jirón de su sentido moral en la peligrosa pendiente por la que se deslizaba, aunque con esto no hacía más que seguir la corriente general, pues en aquellos tiempos de fabulosa memoria, el convencionalismo social permitía muchas cosas reñidas con la moral ordinaria. Glow era el tipo común del especulador de entonces. Hombre sano en un principio, mareado luego por una atmósfera corrompida, asimilado a ella después.

     -Bien, señores, no sólo retiro la palabra injuriosa que impremeditadamente se me escapó sino que acepto entrar en el negocio.

     Granulillo, que siendo el verdadero autor del  proyecto, no había querido aparecer como tal ante Glow, temiendo sus escrúpulos dijo:

     -Mañana mismo me pondré en actividad para que se inicien cuanto antes los trabajos.

     -Sí, es preciso hacerlo pronto -observó Zolé, que durante la discusión había permanecido con un código en la mano, fingiéndose absorto en la lectura.

     -Esta misma noche voy a escribir un artículo preparando el terreno para dar más tarde un bombo en regla a nuestra heroica villa -dijo el director de Banco, acomodando el ramo de flores en el ojal de su solapa de terciopelo, y contemplándolo con un arrobamiento que denunciaba su galante procedencia.

     -En cuanto a mí (Zolé, al decir esto, se puso la mano abierta sobre el pecho, una mano tremenda), no pienso perder oportunidad de anunciarla verbalmente por todas partes.

     -¿Y qué cantidad aportará cada uno de nosotros al negocio?, -interrogó Juan Gray, que estaba empeñado en la tarea de poner pluma nueva al lapicero de marfil.

     -Eso se verá -dijo Granulillo, sacándose el sombrero y alisándose la onda del peinado. Por lo pronto lo que pueden hacer es presentar una solicitud de descuento al Banco de que soy director, y yo me encargo de hacerla despachar en dos días. 

     -¡Magnífica ocurrencia!

     -Es natural, hay que aprovechar estos dos meses que me quedan. En cuanto a los comerciantes que tienen solicitudes... ¡que se embromen! ¡Yo no se las despacho nunca!

     -Doctor, una palabra.

     Todos se volvieron hacia la puerta, en cuyo dintel acababa de aparecer un jovencito pálido y enclenque, envuelto en una larga capa negra. Era León Riffi, el ratón.

     -Qué hay?, -le preguntó Glow, acercándose a él.

     -Aquí le traigo al químico de que hablamos ayer.

     -¡Ah, sí!, con permiso...

     Y paso a la otra pieza, donde había un individuo vestido con la sencillez propia de un jornalero endomingado. Su actitud humilde, su traje gris de paño ordinario pero muy aseado, todo predisponía a creer que se estaba en presencia de un honrado y modesto trabajador; pero a poco que se observase la movible expresión de su semblante, cubierto de espesa y enmarañada barba negra, y el fulgor sombrío de sus ojos inquietos, no podía menos de experimentar cierta desconfianza que en Glow se manifestó vagamente al encontrarse sus ojos con los del desconocido.

     -El señor es el fabricante de licores químicos...  El señor es el doctor Glow... Ya pueden entenderse...

     Riffi, después de hacer esta presentación, se retiró discretamente a la pieza vecina, dejando antes colgada su capa en un cuerno de la percha.

     -¿Es V. el que hace un chartreuse tan rico como el auténtico?

     -Sí, señor; mejor, mucho mejor que el auténtico.

     -¿Y qué es lo que le hace falta?

     -Capital para comprar las máquinas y plantear la fábrica.

     -¿Trae alguna muestra de su preparación?

     -No, doctor, pero si V, quiere, mañana le mandaré una botellita, con eso V. ve que chartreuse como el mío no lo hay en el mundo entero.

     -¿Es suyo el secreto de la fabricación?

     -Sí, doctor, pero por herencia. Me lo reveló en España el prior de un convento, pocos minutos antes de expirar.

     -¿Ha sido V. fraile?

     -Nunca, doctor -repuso el químico riendo; y espero no serlo jamás.

     -¿Sería V. pariente, hermano tal vez de aquel prior?

     -No, nada de eso. Lo que sucedió fue que estando yo de paso para Madrid, en un villorrio  de los alrededores de Sevilla, tuve ocasión de prestar al prior un servicio de importancia.

     -¿Es V. francés?

     -Sí y no. He nacido en Alemania pero...

     -¡En Alemania V!

     Glow, que había notado la pronunciación genuinamente francesa del licorista, sospechando que se burlaba de él, estuvo a punto de echarlo escaleras abajo.

     -Sí. En Alemania; pero mis padres pasaron a Francia siendo yo muy niño todavía. Por eso parezco francés.

     La explicación no estaba mal. Lo que sí tenía visos de novela era aquel cuento del prior moribundo, que al doctor se le había atragantado.

     -Está bien. Yo reflexionaré y veré si me conviene o no habilitarlo.

     -¡El negocio es magnífico!, -exclamó el otro, que habiéndose desconcertado un poco durante el interrogatorio, creyó distinguir un vislumbre de éxito en las últimas palabras del doctor.

     -Imagínese -prosiguió con entusiasmo- imagínese que el litro de chartreuse nos vendrá a costar quince o veinte centavos. De manera que en cada litro ganaremos tres nacionales con ochenta y cinco centavos, vendiendo  a cuatro pesos el litro, que es su precio.

     Glow empezó a olvidar la historia del prior con la perspectiva de semejante ganancia.

     -¿Pero es cierto lo que V. me dice?

     El químico no pareció ofendido por la pregunta.

     -Creo que V. tiene informes de mí. El señor Riffi, el doctor Granulillo y el sector Fouchez me conocen, saben quién soy... Además, V. probará mi preparación, y verá si es o no buena.

     -¿Todavía duda (5) el conciliábulo?, -preguntó Granulillo asomando la cabeza por la puerta.

     -Hombre, ven, si esto es para dudar, ¡si esto es asombroso!, -dijo el doctor.

     Fouchez apareció detrás de Granulillo. Éste hizo disimuladamente una seña al químico, seña que hubiera podido traducirse por: ¿qué tal? El químico no contestó a la seña.

     Entonces aquello tuvo que ver. Entre el francés y Granulillo agarraron al pobre doctor y le pusieron la cabeza como tarumba. Aquel negocio no tenía igual; era un portento, la piedra filosofal, una mina inagotable. Ellos habían probado el licor. ¡Era delicioso, delicioso! ¡Y decir que podía fabricarse con poco menos que nada! Lo único que costaría  un poco sería la instalación de la fábrica, pero ¡qué importaba!, si después daría resultados fabulosos, verdaderamente fabulosos -repetía el francés. Riffi y Gray también intervinieron haciendo grandes elogios del químico y su chartreuse. Zolé, el ingeniero, encontró un admirable pretexto para emplear su método de eliminación, demostrando matemáticamente, y con mucho aparato y manoteo, la excelencia de aquel invento prodigioso (textual).

     -Pero ¿y las máquinas?, ¿dónde están las máquinas?, -preguntaba Glow aturdido.

     -En París. Allí es donde las hay mejores.

     -¿Y quién ira a buscarlas?

     -Yo, si a V. le parece -contestaba el químico.

     -¡Pero necesito una garantía por los dineros que le entregue para comprarlas!

     -Yo seré el fiador -dijo Fouchez.

     -¿Y por qué no quiere entrar V. en el negocio?, -le preguntó el doctor.

     -Porque no tendré capital disponible hasta después de fin de mes, y el señor (designando al químico), está apurado por encontrar un socio capitalista.

     -Si V., doctor, no quiere serlo, buscaré otro -dijo el francés nacido en Alemania.

     No hubo más que hablar. Quedó convenido  que el químico enviaría al doctor una muestra de su preparación, y si ésta resultaba buena, el fabricante saldría para Europa en el primer paquete, munido de la cantidad indispensable (que él calculaba en cien mil pesos) para proveerse de los elementos necesarios a la instalación de una gran fábrica.

     Por fin el hombre se fue. Cuando salió, Riffi y Fouchez, que parecían ser los mejor informados respecto a los antecedentes del químico, se lo pintaron a Glow como un modelo de honradez y competencia. Luego veremos qué pájaro era el tal químico.

     -¿Saben que tengo una idea soberbia para aumentar el premio de nuestra Sociedad Embaucadora?, -dijo Fouchez, cambiando de conversación.

     -¿Y es?

     -Fingir que la sociedad compra, ¿eh?... que la sociedad compra un lote, un lote importante de tierra, por valor (es una suposición, se entiende), por valor de diez millones (imaginarios, por supuesto, imaginarios), a la otra sociedad de la cual soy presidente. De esta manera todo el mundo dirá: «La Sociedad Embaucadora ha comprado a la Trapisondista tierras por valor de diez millones. ¡Compremos acciones de la Sociedad Embaucadora!»

     -¡Y al día siguiente se irán a las nubes! 

     Zolé movió la cabeza de un lado a otro en señal de desaprobación. El ingeniero, antiguo constructor, entre otras cosas, de sólidos puentes, al romper el suyo para dejarse caer en la catarata de los negocios, era, como su amigo el doctor, un hombre honrado a carta cabal, y aunque después había ido aturdiéndolo insensiblemente el torbellino que lo arrastraba, solía tener momentos lúcidos en que hacía hincapié contra la corriente cada vez más turbia, a cuyo impulso fueron tan pocos los que subieron resistir.

     Así es que cuando Fouchez con la cara encendida de entusiasmo, dejó de hablar, el ingeniero sintió que algo se sublevaba en su interior.

     -Pero eso sería abusar de la buena fe de los accionistas -dijo mirando de soslayo a Glow, como para pedirle su parecer. Y los fondos de la sociedad ¿para qué se reservan sino para emplearlos en negocios que la beneficien? Pues entonces, si es así, en lugar de hacer una compra ficticia ¿por qué no hacemos una adquisición real?

     Granulillo creyó prudente tomar la palabra antes de que hablase Glow, que se preparaba a hacerlo.

     -Un momento, no te apures (se tuteaban). Es que Fouchez no se ha explicado lo bastante  (aquí se encaró con el ingeniero). V. sabe que las operaciones de títulos son las que mayores ganancias dan hoy...

     -Es cierto.

     -Ahora bien, a nosotros -prosiguió Granulillo- a nosotros, particularmente, y no en calidad de directores de la sociedad, nos hace falta dinero para comprar títulos.

     -¿Pero no tenemos más de cinco millones invertidos en ellos?, -preguntó Glow acariciando el lomo de un infolio de la biblioteca.

     -Cuantos más compremos, mejor -dijo Granulillo con aquella sonrisa que descubría la línea blanca de su dentadura de mujer. -Me dirás que no tenemos derecho a disponer de los bienes de la Embaucadora... ¡Santo y bueno! Pero sí podemos manejarlos de modo que gane la sociedad y ganemos nosotros ¿debemos o no hacerlo?

     -Los fondos de la sociedad son sagrados. En ningún caso deben tocarse sino...

     -¡Bah!, déjense de pamplinas. Nosotros, como fundadores y miembros de la comisión directiva, tenemos prerrogativas...

     -¡Deberes más sagrados que los mismos accionistas, los cuales, confiados en nosotros, vienen a depositar su dinero en nuestras manos! ¡Y que después salgamos haciéndoles una mala partida! ¡No, hombre; es un mal proceder! 

     Glow, como el lector habrá observado, no tenía pelos en la lengua para cantar verdades; sin embargo, era tarea difícil vencer al periodista.

     -No te enojes, caro amigo, no te enojes -dijo éste, palmeando familiarmente la espalda del abogado-, ¡tienes una facilidad para sulfurarte!

     -Yo digo lo que siento.

     -Pues si dices lo que sientes, contesta con franqueza a una pregunta.

     -Veamos esa pregunta.

     -¿Crees que es lícito hacer por la Embaucadora todo lo que pueda beneficiarla?

     -Ya lo creo.

     -Entonces permíteme que te diga que eres un mazacote.

     Glow se quedó perplejo ante esta salida inesperada.

     -¡Pero no eres tú el que me ha de comer, angurriento!, -dijo reaccionando y siguiendo la broma.

     Y eres un mazacote, porque no has comprendido que lo propuesto por Fouchez dará importancia a la Embaucadora aumentando el valor de las acciones.

     Glow tenía talento, rectitud, instrucción, pero era débil de carácter, y cedía con facilidad siempre que discutía con un adversario  más firme que él. Granulillo, que lo vio vacilar, dio el golpe definitivo.

     -Si no te gusta el negocio en la forma que lo ha planteado Fouchez, hagamos una cosa: cómprenme Vv., en representación y con fondos de la sociedad, mis terrenos de Flores; pero a fin de dar mayor importancia a la operación, avalúenlos a un precio más alto del que tienen, y repartámonos entre nosotros la diferencia que resulte entre el valor real y el que le demos. Y cuando la noticia de esta fingida adquisición se desparrame por la Bolsa, la gente dirá: La Sociedad Embaucadora ha comprado terrenos por tal valor -¡Es exorbitante!, -observarán algunos. -Pero si los solares son magníficos. -No importa-. Total: entre dimes y diretes, el resultado será que vendrán a disputarse nuestras acciones. Conozco esa clase de asuntos... En esto no hay nada de ilegal -añadió Granulillo, viendo que Zolé abría la boca para decir algo- pues al paso que van las cosas, antes de poco tiempo los terrenos valdrán, no digo el doble, diez veces más que lo que hoy representan.

     Y lo creía como lo decía.

     Un paréntesis. Granulillo había formulado, en pocas palabras, todo el secreto, que ya no lo es para nadie, del extraordinario precio que alcanzó la tierra en los famosos tiempos de la  especulación. Las sociedades anónimas y los sindicatos, ayudados por los Bancos, que proporcionaban dinero a los especuladores, con perjuicio del comercio serio para el cual no lo había, dieron, con propósitos culpables de sus directorios, valor exorbitante a esa misma tierra que después lo perdería hasta el punto en que la vemos hoy, porque suspendidos bruscamente los créditos de los Bancos, amaneció un día en que faltó el dinero, llegaron los vencimientos, no se pudieron obtener nuevos descuentos, y la bancarrota necesariamente se produjo.

     -¿Y para qué tantos enredos?, -preguntó Glow, mirando alternativamente a Granulillo y a Fouchez, el cual encaramado sobre un sillón, se preparaba a encender un pico de gas con pantalla de porcelana, medida oportuna, porque la noche se venía encima.

     -¡Vaya una pregunta!, -dijo el francés, con un fósforo en una mano y la pantalla en la otra. Para ganar nosotros primero, nosotros ¿eh?, y después, para que la Embaucadora adquiera importancia, mucha importancia.

     Y en tanto que el pico del gas, lleno de aire, abría ruidosa y lentamente su llama azul en forma de abanico, Granulillo desarrolló un nuevo plan de operaciones bursátiles. Dijo que caucionando a un alto precio, en el Banco 

 a cuyo directorio pertenecía, mil títulos de las Catalinas, que habían comprado entre todos, adquirían un nuevo capital para comprar más títulos todavía, «y a estos nuevos títulos comprados -añadió- también podemos caucionarlos en otro Banco, para comprar más títulos aún. Podemos repetir la operación al infinito, y cuando menos acordemos, al encontrarnos con ganancias inmensas, retirar de los Bancos los títulos caucionados, y...»

     -¡Quién había de decir que hasta los Bancos más serios expondrían sus capitales al azar, jugando su porvenir! Pero tu idea es soberbia; yo, por mi parte, la acepto -dijo Glow.

     Mientras los cuatro amigos cambiaban ideas, Riffi y Gray sostenían animada conversación, cabalgando el primero en una silla, con los pies apoyados en los peldaños y la espalda en la pared; sentado el segundo sobre el escritorio-ministro, posición que le permitía entregarse al inocente placer de balancear las piernas haciéndolas entrar y salir por la abertura central del mueble. Hablaban de caballos, de studs que proyectaban comprar a medias, de pérdidas y ganancias al juego, de mujeres, de un escándalo promovido la noche anterior en una rôtisserie, con acompañamiento de trompis y botellazos; de un  duelo probable entre dos amigos comunes y de otros asuntos por el estilo que forman el fondo de la conversación pintoresca y superficial de cierta clase de jóvenes.

     Bien se comprenderá que los dos caballeritos que así entretenían su tiempo sin intervenir en la grave conversación de los otros cuatro, ocupasen al lado de éstos un lugar muy secundario. Eran, en efecto, algo como los rodajes menores de una máquina cuyos principales resortes se llamaban Zolé, Glow, Fouchez y Granulillo. Tenían su función propia que llenar, pero estaban subordinados a los movimientos impulsores de estos cuatro resortes, de los cuales recibían el movimiento con el automatismo propio de su rol completamente mecánico. Gray y Riffi se dejaban conducir, porque estaban convencidos de que esto Entraba en el orden de sus conveniencias. Sabían la influencia que los cuatro amigos ejercían en los negocios, y queriendo estar al tanto de sus manipulaciones se hicieron introducir en el círculo por intermedio de Granulillo, que era pariente lejano de la madre de Gray. Esto les costó, es cierto, una sangría formidable, de aquéllas que sólo saben hacer los directores de Banco hábiles como Granulillo; pero pronto se resarcieron de tal quebranto con las ganancias obtenidas gracias a  las indicaciones del conciliábulo, ante el cual nunca se atrevían a manifestar su opinión, tan atendible como cualquiera otra, porque no se les escuchaba ni tenía en cuenta. Mas ellos pensaban: «¡qué se nos importa no tener opinión, si ganamos mucho!» (En los negocios, como en política, existe la adulación). Eran, eso sí, discretos, muy discretos, no por honradez, sino por conveniencia. Otro rasgo: les gustaba poder decir en la Bolsa a sus camaradas: Ayer estuve con el doctor Glow... -Fouchez me comunicó tal cosa (siempre mintiendo)... -Granulillo, que me invitó a comer anoche... -¡Ese Zolé es una pierna!

     Después de haber hecho entrar al doctor por el aro del diablo, como lo hacía entrar siempre, Granulillo generalizó la conversación bajando el tema a la altura necesaria.

     -¿Qué significaban esos papelitos azules que pusiste en el sobre junto con la carta?, -preguntó a Gray.

     -Son las entradas de Variedades. Como no pienso comer hoy en casa, se las mando a Lucrecia para que vaya a esperarme al teatro.

     Lucrecia era el nombre de su querida, la bailarina retirada.

     -¿Es muy aficionada a variedades tu querida?, -interrogó Granulillo con su sonrisa más irónica. 

     Gray no comprendió el equívoco.

     -Sí, le gusta ir a reírse un rato con las piruetas de sus antiguas compañeras. ¡Ah!, a propósito. Los invito a una comida para el domingo. El que quiera puede llevar sus más y sus menos... Después del Champagne se bailará, se jugará un poco...

     Glow, que en este punto era, como todo hombre verdaderamente enamorado de su mujer, un puritano, dijo que agradecía la invitación, pero que no la aceptaba. Fouchez y Granulillo prometieron ir. De Zolé, ni hay que hablar, a pesar de su método de eliminación, nadie recuerda que se haya eliminado nunca en un caso de éstos. Era una buena pieza, con su seriedad y todo.

     Cuando cerró la noche, los seis amigos bajaron la escalera entonando en coro un himno de agradecimiento a la grande, generosa, opulenta, adorable Bolsa, dispensadora de todos los beneficios, cueva de Alí-Babá y lámpara de Aladino, como decía el gran Fouchez, estableciendo, sin querer, una relación de ideas con aquellos tiempos en que trabajaba de titiritero, allá, en la barraca de la Recoleta, que ahora no se atrevía a mirar, cuando, muy echado para atrás en su victoria descubierta, iba camino de Palermo, arrastrado por su costosa yunta de magníficos rusos...

     -¡Oh, la Bolsa!