Primera parte

 

- I -

El escenario

     Una lluvia fina, un desmenuzamiento de agua helada, abundante y tupida como la niebla, se descolgaba de un cielo de alabastro, manchado allá abajo por un gran circulo de luz difusa. Desde la mañana estaba cayendo, cayendo siempre, ora en forma de aguacero torrencial, ora en la de sutil llovizna, muy entretenida, al parecer, en las múltiples tareas de deslizarse por la tela tirante de los paraguas abiertos, para adornar sus bordes recortados con flecos de cristal, y en fabricar su pasta color chocolate, a un tiempo mismo resbaladiza y pegajosa, esparciéndola por calles y aceras con una persistencia que dejaba adivinar sus deseos de no permanecer ociosa en  medio del trabajo general. Complacíase también en hacer apurar el paso a los desprevenidos y en empañar el lustre de los coches y la nítida transparencia de los escaparates, envolviéndolo todo en un velo gris cuya densidad aumentaba con la distancia.

     Soplando del sud-este, el viento hacía de las suyas. Cortante y burlón, se paseaba por las calles en actitud carnavalesca, arrojando a la cara de los transeúntes esas puñadas de lluvia que producen en la piel el efecto de crueles alfilerazos, y silbando aires extraños con toda la displicencia de un vago elegante que distrae su fastidio tarareando algún trozo de su ópera favorita. Pero a lo mejor, y sin motivo justificado, porque sí no más, encolerizábase de repente, y brusco y zumbante metíase en los zaguanes, sin llamar, como dueño de casa, invadía los patios y se colaba de rondón por la primera puerta franca que hallaba al paso, cerrándola tras de sí con la furia de un marido bilioso que viene de afuera dispuesto a vengar los contratiempos del día, en las costillas de su consorte.

     Irritado sin duda por el mal recibimiento que se le hacía, escurríase por cualquier rendija, se escapaba nuevamente a la calle, y una vez allí, para desvanecer su mal humor, encaramábase a los tendidos hilos del teléfono, y  pasaba por ellos su arco invisible, haciéndolos gemir como las cuerdas de un violín gigantesco. Terminada la fantástica sonata, echábase a correr por las desiertas azoteas, arrancando una nota de cada claraboya, una escala de cada chimenea.

     Si encontraba al paso la bandera roja o azul de un remate, se detenía un punto, como para tomar impulso, y luego la arremetía furioso, la estrujaba, la sacudía, la tironeaba, como queriendo arrancarla del asta a que estaba sujeta, irritado quizás, él, músico desinteresado, artista vagabundo, contra la prosaica operación simbolizada por aquel trapo flotante.

     A ratos parecía calmarse, como si cansado de hacer travesuras, quisiera darse un instante de reposo. Pero pronto volvía a las andadas, más inquieto, más loco, más bullicioso que nunca. Hubiera podido comparársele a esos calaveras valentones que recorren en pandilla los barrios infames, armando jolgorios en que van confundidas la nota trágica con la cómica, el atropello soez y sin motivo con la broma picante y moderada.

     En la plaza de Mayo desembocaba iracundo, rabioso, hecho un salvaje. Desfilaba por delante del Congreso, rozándolo apenas sin buscar camorra a un enemigo que parecía huir, en una línea oblicua, como avergonzado por la  humildad de su aspecto o por la perfidia de sus propias intenciones. Dábanle, además, sus tres puertas enrejadas cierta apariencia de tumba vieja, y hubiera podido jurarse que el viento murmuraba al pasar: ¡pobre libertad!...

     ¡Qué viento aquél tan caprichoso! ¡Cómo se metamorfoseaba! ¿Pues no hacía el papel de protegido del Gobierno, de elemento electoral, abalanzándose sobre la Aduana -sobre aquella Aduana maciza, chata, cuadrada, de grosera arquitectura- y trepando por las escalerillas pintadas de verde, no zamarreaba las persianas, haciéndolas sonar como matracas en sus quicios inconmovibles, cual si quisiera llevárselo todo en un acceso de rapacidad delirante?

     Y de súbito ¡qué reacción! Convertido de golpe en opositor intransigente, con qué empuje arremetía contra el palacio de Gobierno ante el cual un piquete de batallón se preparaba a saludar con el toque de orden la salida del presidente, viéndose brillar a la distancia la franja blanca de las polainas de los soldados.

     Después de larga gira por pasillos y corredores, por antesalas y gabinetes, gira en que parecía ir preludiando entusiastas discursos políticos, tenían que ver los bríos con que salía envuelto en lluvia, para lanzarse sobre la mole obscura y elegante de la Bolsa de Comercio,  como si con las lágrimas que le hiciera derramar su pesquisa por los antros administrativos, intentase barrer y limpiar de una sola vez toda la escoria financiera...

     ¡Cuánto aparato! ¡Cuánto resoplido! Pero ¡ah, era el viento!... Allá salía otra vez a la ancha plaza, haciendo trepidar los vidrios de los faroles y los cristales de las frágiles garitas. Agarraba las palmeras, las doblaba, las hacía crujir y quejarse en el lenguaje trémulo de sus hojas. Luego, jadeante y desesperado, volvía a transformarse en político sin conciencia, y abofeteaba la pirámide gloriosa, haciendo, de paso, vacilar en su pedestal a la estatua ecuestre...

     Emprendíala en seguida con el Cabildo, el cual, triste por la pérdida de su más bello ornamento, la torre, se levantaba junto al ancho boquete de la avenida, semejante a la enorme osamenta de un mameluco antediluviano. Allí entraba el señor sud-este, se paseaba, vociferando, por las salas abandonadas, y a poco se le sentía salir rugiendo como esos litigantes que por no tener cuñas, ven premiada su falta de culpabilidad con una sentencia condenatoria...

     De pronto los rugidos cesaban, se amortiguaban, degeneraban en femenil lamento plañidero; y era al pie de las columnas de la catedral donde iba a desvanecerse bañado en lluvia, alzando antes una especie de ruego fervoroso en que parecía pedir un poco de compasión para la patria saqueada y escarnecida bajo el manto de oropel que la especulación y los abusos administrativos habían echado sobre sus espaldas, manto que tarde o temprano debía caer para siempre, arrancando, como la túnica de la leyenda, pedazos de su propia carne a los mismos que con él se cubrieran.

     Oíase por todas partes el clamoreo juguetón y travieso de los cornetines de los tranvías, que se cruzaban en gran número haciendo mil cortes y recortes, en torno del óvalo imperfecto de la plaza. A los cornetines contestaban de allá abajo, del lado de la estación Central, el ruidoso estertor y el silbido penetrante de las máquinas de los trenes. El río, confundido casi con el cielo, apenas si se distinguía.

     A lo lejos, y por sobre el confuso amontonamiento de edificios, las torres de San Ignacio y las de San Francisco se desvanecían entre la bruma, como la silueta vaporosa de esos castillos fantásticos que entrevemos en la ilusión de un sueño. Iban a dar las cuatro de la tarde, es decir, era esa hora de inusitado movimiento, de agitación incesante que cierra  el diario trajín de los negocios, y en la que parece que cada cual quisiera despachar en un instante la tarea descuidada de todo el día.

     El corazón de las corrientes humanas que circulaban por las calles centrales como circula la sangre en las venas, era la Bolsa de Comercio. A lo largo de la cuadra de la Bolsa y en la línea que la lluvia dejaba en seco, se veían esos parásitos de nuestra riqueza que la inmigración trae a nuestras playas desde las comarcas más remotas.

     Turcos mugrientos, con sus feces rojos y sus babuchas astrosas, sus caras impávidas y sus cargamentos de vistosas baratijas; vendedores de oleografías groseramente coloreadas; charlatanes ambulantes que se habían visto obligados a desarmar sus escaparates portátiles, pero que no por eso dejaban de endilgar sus discursos estrambóticos a los holgazanes y bobalicones que soportaban pacientemente la lluvia con tal de oír hacer la apología de la maravillosa tinta simpática o la de la pasta para pegar cristales; mendigos que estiraban sus manos mutiladas o mostraban las fístulas repugnantes de sus piernas sin movimiento, para excitar la pública conmiseración; bohemias idiotas, hermosísimas algunas, andrajosas todas, todas rotosas y desgreñadas, llevando muchas de ellas en brazos niños lívidos; helados, moribundos, aletargados por la acción de narcóticos criminalmente suministrados, y a cuya vista nacía la duda de quién sería más repugnante y monstruosa: si la madre embrutecida que a tales medios recurría para obtener una limosna del que pasaba, o la autoridad que miraba indiferente, por inepcia o descuido, aquel cuadro de la miseria más horrible, de esa miseria que recurre al crimen para remediarse...

     El grito agudo de los vendedores de diarios se oía resonar por todos los ámbitos de la plaza. Sin hacer caso de la lluvia, con sus papeles envueltos en sendos impermeables, correteaban diseminados, se subían a los tranvías, cruzaban, gambeteando, la calle inundada de coches y carros de todas formas y categorías, siempre alegres, siempre bulliciosos, listos siempre a acudir al primer llamado. En fin, la plaza de Mayo era, en aquel día y a aquella hora, un muestrario antitético y curioso de todos los esplendores y de todas las miserias que informan la compleja y agitada vida social de la grande Buenos Aires.

____

     -Acerca más el coche a la vereda.

     -No puedo, señor.

     Y el cochero inglés, enfundado en su blanco capote de goma, que le daba el aspecto de un hombre de mármol, señalaba, inclinándose sobre la portezuela, el mundo de carruajes que llenaba la plazoleta de la Bolsa. Aquello parecía una exposición al aire libre de cuanto vehículo han adoptado la holgazanería y la actividad humanas para trasladarse de un punto a otro. Cupés flamantes de gracioso porte, tirados por troncos de rusos o anglo-normandos, que denunciaban la riqueza y buen gusto de sus felices dueños; ligeras americanas, de un caballo, sencillas, bonitas, como las usa la juventud elegante para pasear sus galas y su regocijo; tílburys desairados, guasos, plebeyos, propiedad sin duda de esos activos comisionistas que no se preocupan de la elegancia de su tren, sino de correr más aprisa que el tiempo; carricoches de alquiler, cuyo aspecto alicaído y trasnochado estaba en consonancia con las yuntas caricaturescas atadas a ellos; cabs extravagantes, con su asiento atrás, alto como un trono y raro como la excentricidad inglesa a que debe su origen, y otras muchas variedades de ese género vehículo que el industrialismo contemporáneo va enriqueciendo de día en día con nuevos e ingeniosos ejemplares, se interponían entre la vereda y el landolé del doctor Glow. [10]

     Al oír la respuesta del cochero, abrió el doctor la portezuela, bajó rápidamente, desplegó su paraguas, de puño de plata, y cruzó, haciendo zig-zags, por entre aquel laberinto de carruajes, yendo a detenerse en la acristalada puerta que da acceso al vestíbulo de la Bolsa. Allí cerró el paraguas, examinó atentamente sus botines de charol, que encontró en perfecto estado, se pasó la mano por el pecho como para estirar la tela del sobretodo azul cruzado, que lo abrigaba, y, acomodándose la galera, sonrió con aire de hombre que nada tiene que echar en cara al destino, no sin aspirar antes, con visible fruición, el Hoyo de Monterrey, legítimo, que sostenía entre sus blancos y apretados dientes.

     Después de estos preliminares de hombre elegante y buen mozo, echó a andar, sin hacer caso a las solapadas insinuaciones de los vendedores de lotería, ni dignarse arrojar una mirada sobre los muchos y diversos tipos que, por no ser socios de la Bolsa, se ven obligados a hacer antesalas cuando algún asunto urgente los pone en comunicación con los bolsistas. Aquel dichoso o desdichado vestíbulo es para muchos el diente feroz de la trampa armada por los acreedores con el disculpable propósito de dar caza a sus clientes malévolos u olvidadizos. 

     Pero el doctor nada tenía que temer a este respecto. Siguió andando; tranquilo y risueño, paso a paso. Así cruzó la galería que sigue al vestíbulo, flanqueada de escritorios llenos de ruido y movimiento. Como la luz era muy escasa, Glow tuvo que fruncir los párpados para distinguir a sus conocidos entre la chorretada de gente que inundaba la galería. Saludando a unos, lanzando cuchufletas a otros, amable con todos, llegó a la puerta del salón central. Allí se paró un momento, y fijó sus ojos, de un azul profundo, en el vasto cuadro que tenía delante.

     De todos los sitios en que se forman agrupaciones humanas, ninguno que presente más ancho campo de observación al curioso que el salón central de la Bolsa de Comercio. El traje nivelador le da, a primera vista; cierto aspecto de homogeneidad que desaparece cuando la mirada sagaz ahonda un poco en aquel mar revuelto en que se mezclan y confunden todas las clases, desde la más alta hasta la más abyecta.

     El fastuoso banquero, cuyo nombre, sólo con ser mencionado, hace desfilar por la mente un mundo fantástico de millones, estrecha con su mano pulida la grosera garra del chalán marrullero; el humilde comisionista se codea familiarmente con el propietario acaudalado,  a quien adula según las reglas de la democracia en boga: el mozalbete (1) recién iniciado en la turbulenta vida de los negocios, pasea por todas partes sus miradas codiciosas: el estafador desconocido, el aventurero procaz, roza el modesto traje del simple dependiente con los estirados faldones de su levita pretenciosa; el insulso petimetre (2) ostenta su bigote rizado a tijera bajo la mirada aguda del periodista burlón que prepara su crónica sensacional husmeando todas las conversaciones y allegando todos los datos que, destilados en el alambique de su cerebro vertiginoso, han de llevar después la buena nueva a los afortunados, o el luto y la congoja al corazón de los maltratados por la suerte; el especulador arrojado formula sus hipótesis paradojales ante las caras atónitas de los corredores sin talento, que lo escuchan con más atención que un griego a la pitia de Delfos: el anciano enriquecido por largos años de duro trabajar, comenta, con la frialdad del egoísmo que dan los años y el éxito tras rudos afanes alcanzado, esa crónica diaria de la Bolsa, muchas de cuyas páginas están escritas con sangre; el usurero famélico gira y gira describiendo círculos siniestros en torno de sus víctimas infelices...

     Promiscuidad de tipos y promiscuidad de idiomas. Aquí los sonidos ásperos como escupitajos  del alemán, mezclándose impíamente a las dulces notas de la lengua italiana; allí los acentos viriles del inglés haciendo dúo con los chisporroteos maliciosos de la terminología criolla; del otro lado las monerías y suavidades del francés, respondiendo al ceceo susurrante de la rancia pronunciación española.

     Un tímido resplandor penetraba por las altas vidrieras, y después de juguetear en las doradas molduras del techo, iba a embotarse en las paredes pintadas de color terracota, dejando al salón envuelto en aristocrática penumbra. Reinaba allí esa misteriosa media luz que las religiones, amigas siempre de rodearse de misterios, hacen predominar en sus templos. Pero el carácter de solemnidad que tal circunstancia pudiera imprimir al recinto, era frustrado por el continuo ir y venir de gente, y el rumor de las conversaciones que se levantaba envuelto en el vaho de los cigarros.

     A través de las grandes y majestuosas arcadas que unen al salón central con los laterales, se veía moverse una muchedumbre compacta, numerosa, inquieta. Notábase mucha agitación en los diversos grupos por entre los cuales se deslizaban de vez en cuando esas figuras pálidas, trémulas, nerviosas, que sólo se ven en la Bolsa en los últimos días de cada mes; figuras que suelen representar a los protagonistas  de tragedias íntimas, espantosas, no sospechadas. El doctor se abrió paso como pudo, hasta que consiguió llegar a la reja que limita el recinto destinado a las operaciones, vulgo rueda.

     Agolpábase a aquella reja una multitud ansiosa, estremecida por corrientes eléctricas. Se veían pescuezos estirados en angustiosa expectativa, con la rigidez propia del jugador que espera la salida de la carta que ha de decidir la partida; ojos desmesuradamente abiertos, siguiendo con fijeza hipnótica los movimientos de la mano del apuntador, el cual, subido sobre su tarima, anotaba las operaciones en las pizarras que, negras, cuadradas, siniestras, se dibujaban como sombras en la pared del fondo.

     En medio de ellas se destacaba la blanca esfera del reloj, sereno e imperturbable como el ojo vigilante del destino; la esfera de aquel reloj que era lo único que permanecía inalterable en aquel lugar de donde la tranquilidad y la estabilidad de las cosas están desterradas para siempre; la esfera de aquel reloj que había señalado tantas horas gratas y tantas horas amargas, y que ahora miraba al doctor como diciéndole: «ya veremos, amigo mío, ya veremos».

     La rueda estaba muy animada. Salía de ella  un estrepitoso vocerío, una algarabía de mil demonios: voces atipladas, roncas, sonoras, de tenor, de bajo, de barítono, voces de todos los volúmenes y de todos los metales. Los corredores parecían unos energúmenos; más tenían el aire de hombres enredados en una discusión de taberna, que el de comerciantes en el momento de realizar sus operaciones. Y no sólo gritaban como unos locos, sino que también gesticulaban y accionaban como si estuviesen por darse de bofetadas.

     Y, sin embargo, allí estaba la flor y nata de la sociedad de Buenos Aires, mezclada, eso sí, con la escoria disimulada del advenedicismo en moda. ¡Quién había de decir que aquellos hombres que se desgañitaban vociferando con chabacana grosería, y cuyos sombreros de elegante forma flotaban en la semioscuridad de la rueda, eran los mismos que después, por la noche, amables y pulquérrimos, se inclinarían al oído de una beldad para decirla, con suaves inflexiones de voz, y al compás de una polka o una mazurca, esas mil cosas íntimas a las que tanto encanto da la tibia atmósfera de un salón, o el recatado misterio de un gabinete perfumado!

     Pero el doctor no observaba nada de esto. Otros asuntos lo preocupaban. Echó a andar  nuevamente, cambiando bromas con los amigos que encontraba al paso, y recibiendo pellizcos y papirotazos en las orejas con la sangre fría del hombre aclimatado en ese ambiente especial de la Bolsa, donde por tan extraño modo andan confundidos lo trágico con lo cómico, lo grotesco con lo dramático. Y el doctor les dirigía a todos, al pasar, con amable acento, la misma invitación: «El jueves, en casa, ya saben, no faltar.» Volviéndose a derecha e izquierda, dando un sombrerazo aquí, agitando la mano allá, Glow se aproximó a la puertecilla que da acceso a la rueda. Un portero de levita azul y gorra galoneada le cerró el paso.

     -Llame a Ernesto Lillo.

     Hizo el portero de la mano una bocina y se metió por entre el gentío pronunciando aquel nombre con voz que le hubiera envidiado el mismísimo Tamagno, no por lo agradable, si no por lo fuerte.

     Medio minuto después apareció ante el doctor un joven como de veintitrés años, alto, rubio, de facciones enérgicamente acentuadas, muy simpático. Vestía un sobretodo color gris-perla, de corte elegantísimo, y en su corbata blanca, de seda, escintilaba un rico prendedor de brillantes. Ligero bozo dorado iluminaba más bien que sombreaba el labio  superior de su boca grande pero bien formada, y en su cara pálida brillaban dos ojos celestes, llenos de luz y de expresión. Llevaba el sombrero, de ala angosta, con luto de fantasía, echado atrás a lo calavera, y un mechón de pelo rubio le caía sobre la tersa y despejada frente. En su fina y pulida mano apretaba un par de guantes color ladrillo.

     Todo era simpático en Ernesto Lillo: la soltura de sus modales, que se resentían de cierta indolencia de muy buen tono; la energía, el vigor, la fuerza de su veintitrés afros, floreciendo dentro de un temperamento robusto y nervioso, y particularmente un no sé qué de valor y de nobleza que se desprendía, de toda su persona, haciéndola muy atrayente y dándole ese a modo de poder sugestional que es el secreto del éxito de muchos en la ingrata lucha por la vida. Llamábase, como queda dicho, Ernesto Lillo, y era el corredor que ocupaba el Dr. Glow, a quien inspiraba ciega confianza el hermoso muchacho, correspondiéndole éste con igual adhesión. Habíanse conocido en el Club del Progreso, del cual ambos eran socios. Glow sabía que Ernesto vivía de su trabajo, y se había propuesto protegerlo, fortaleciéndolo en este propósito la circunstancia de haber llegado a su conocimiento un detalle conmovedor  de la vida íntima de su protegido: que Lillo mantenía, con el fruto de sus comisiones, a su madre viuda y enferma.

     -¿Qué dice ese D. Juan?

     Para que el lector comprenda el sentido de esta pregunta, debo saber que Ernesto tenía fama de ser afortunado en amores, fama que, a la inversa de casi todas las famas, esta vez era perfectamente justa.

     -Ando de felicitaciones, doctor -dijo el don Juan. -Imagínese que este mes, voy a ganar cerca de cinco mil pesos en comisiones.

     -Lo felicito, pero ya hablaremos de eso... Ahora vaya y cómpreme dos mil acciones del...

     Cuatro campanadas claras y distintas le cortaron la palabra, cuatro campanadas de un sonido argentino particular, porque cuando el reloj de la Bolsa canta la hora, tiene algo de esos relojes que dan las doce de la noche en los cuentos de aparecidos.

     -Ya no hay tiempo, son las cuatro -dijo el corredor.

     -No importa. Mañana a primera hora cómpreme dos mil acciones del Crédito Real.

     -Está bien... Pero apartémonos un poco, para que no nos lleven por delante.

     La advertencia no estaba de más. Por la puertecilla de la rueda desbordábase una corriente  bullanguera e impetuosa que el doctor y Ernesto pudieron evitar parapetándose detrás de uno de los gruesos pilares que sostienen las arcadas laterales.

     -¡Alto ahí, caballeros!

     Esta intimación, cuyo enérgico significado formaba gracioso contraste con el tono en que fue pronunciada, hizo volver a ambos amigos la cabeza.

     -¡Oh! D. Miguelín, ¿qué hay de nuevo por esos andurriales?

     Delgado, vivaracho, elegante y resuelto, Miguelín hizo una pirueta sobre sus talones; luego estiró el brazo en dirección a las pizarras, y con alegre acento dijo:

     -¡Miren!

     -¿Qué cosa?

     -La pizarra de la izquierda.

     -Es inútil.

     -¿Por qué?

     -Porque desde aquí no se distinguen las anotaciones.

     -Es cierto, esto está muy obscuro... ¿Saben cuánto he ganado con mis títulos de las Catalinas?... Tres mil seiscientos noventa y dos pesos.

     -Has hecho el día -dijo con indiferencia el doctor, rascando la punta de su charolado botín con el extremo del paraguas. 

     -Y tú ¿vendiste tus acciones del Banco Nacional?, -preguntó Miguelín un poco desconcertado por la indiferencia del doctor, a quien no podía hacer efecto la ganancia de su amigo, pues estaba acostumbrado a ganar o perder cantidades mucho mayores que la mencionada por Miguelín.

     -Sí, hoy en la primera rueda.

     -¿Ganando mucho?

     -Pregúntaselo a éste, que ha sido el corredor.

     Glow señaló a Ernesto que acababa de sacar, del bolsillo interior de su sobretodo, una cartera de cuero de Rusia.

     -¡Negocio redondo!, -exclamó el don Juan-. Eran 3500 acciones compradas a 267 y las hemos vendido a 315.

     -¡Demonio!, eso es tener suerte! ¿De manera que de ayer a hoy has pichuleado?...

     -Saca la cuenta.

     A esta indicación del doctor, Miguelín, con un movimiento que le era habitual, empezó a morderse las uñas, fijando la vista en el suelo.

     Este Miguelín era un buen muchacho, muy querido en la Bolsa, rico pero cauto y poco amigo de lanzarse a las grandes empresas aventuradas. Jugaba al oro y a los títulos, más que por otra cosa, por seguir la corriente,  exagerando siempre las proporciones de sus jugadas a los ojos de sus amigos, que seguramente le hubieran motejado de cobarde en caso de reconocer la exigüidad de sus operaciones. Llamábase Miguel Riz, pero sus íntimos le designaban familiarmente con el diminutivo de Miguelín.

     -A ver... son... son...

     -168.000 pesos justos.

     -Eso es.

     -Lo que añadido a los 120.000 que ganaste el lunes con el oro, viene a sumar...

     -¡La mar con todos sus peces!, -interrumpió el doctor encogiéndose de hombros y echando atrás la cabeza.

     -A la verdad que da gusto ver cómo se gana el dinero en esta tierra de promisión,-dijo Ernesto mojando con la lengua la punta de un lápiz niquelado, y trazando algunas cifras en el diminuto cuadernillo de su cartera.

     -Lo que más gusto da es ganarlo -observó el doctor sonriendo.

     -Ninguno mejor que tú lo sabe. Buenos millones te ha dado esta Bolsa.

     -No puedo quejarme, -y aquí el doctor afectó una naturalidad que estaba muy lejos de ser sincera.

     -Ni tú ni nadie. Si esto es una Jauja, un Eldorado, un... ¡qué sé yo! ¿Quién es el  que no está hoy rico, si basta salir a la calle y caminar dos cuadras para que se le ofrezcan a uno mil negocios pingües? La pobreza es un mito, un verdadero mito entre nosotros. Por eso los ingleses que tan buen ojo tienen para descubrir filones, están trayendo sus capitales con una confianza que nos honra. Los que me inspiran recelo son los indios, que empiezan a invadirnos sordamente, y que si nos descuidamos acabarán por monopolizarlo todo.

     -Es lo que digo yo-. Y Glow habló pestes de los judíos: «Ya son dueños de los mercados europeos, y si se empeñan lo serán de los nuestros, completando así la conquista del mundo!»

     -No, no hay que temerles tanto. El hecho es que el país se va a las nubes. Nuestra tierra es riquísima, goza de ilimitado crédito, se trabaja en ella; en fin, lo dicho, esto se va a las nubes.

     -Y de la inmigración ¿qué me dices?

     -¡Qué quieres que te diga, hombre! 150.000 inmigrantes al año significan algo. Pronto la cifra ascenderá a 300.000.

     -Este año parece que va a llenarse esa cifra.

     -¿Y las sociedades anónimas? ¿Has visto tú nunca una abundancia igual de ellas? 

     Alegre rumor de estrepitosas carcajadas interrumpió el diálogo. Volviéronse los tres amigos y fijaron sus miradas curiosas en un grupo de personas que cerca de ellos había. Las risas eran producidas por la actitud tragicómica de un vejete de semblante cadavérico que, envuelto en un cavour negro, gesticulaba agarrándose una oreja, mientras arrojaba por la sumida boca espeluznante borbollón de atroces juramentos.

     Existe entre la gente de Bolsa la estudiantil costumbre de darse entre sí todo género de bromas, siendo jurisprudencia establecida que no hay derecho a incomodarse, cosa, por otra parte, que a ninguno conviene, pues con el pretexto de curarlo del feo vicio de la necedad y retobamiento, todos hacen blanco en el que menos dispuesto se muestra a tolerar las burlas, salvo rarísimas y formidables excepciones. Pero en cambio se reconoce la facultad de devolver broma por broma, y tan es así, que no hay parte alguna en que esté más en vigencia ni mejor interpretado aquello de que «donde las dan las toman».

     Por eso es la Bolsa una admirable escuela para los tontos y los vanidosos. Quieras que no, allí se reforman los caracteres más altivos, los temperamentos más ásperos se suavizan, el hombre se hace más tolerante y más  sociable. Esta saludable costumbre tiene por causa la necesidad de reposo que sienten los nervios continuamente distendidos por incesantes y profundas agitaciones.

     La broma de que acababa de ser víctima el vejete, consistía en caldear el regatón de un bastón, para luego aplicarlo a la mano u oreja del primero que se encontrase al paso, lo cual debía producir la sensación más agradable del mundo, según podía colegirse por los visajes y aspavientos de la momia del cavour.

     -Si estos diablos parecen chicos de escuela a veces, -dijo Glow pudiendo apenas contenerla risa.

     -Así es el hombre -arguyó Miguelín, que solía alardear de filósofo escéptico. -Miren cómo alborotan todos esos caballeros que después saldrán de aquí echándoselas de formales.

     -¡Estás filosofando!, -dijo Ernesto con aire de zumba. -Pero ya que tienes ganas de murmurar del prójimo, fíjate quién está allí.

     -¿Dónde?

     -Allí, aquel de bigotes grandes y cara de maniquí de sastrería, que le está metiendo partes y novedades al presidente del Banco de Italia.

     -Conozco a ese pájaro -dijo Miguelín  apoyándose en el brazo de un banco de nogal.

     -¿Quién es?, -preguntó Glow.

     -Hoy es nada menos que el dueño del sud Cucurucho, y candidato, según parece, para diputado a la legislatura de Buenos Aires.

     -¿Ése?

     -Sí ése. ¿Y sabes lo que era hace un año?

     -¿Qué?

     -¡Mozo de café! ¡Cuántas veces recuerdo haberlo gritado porque no me despachaba pronto!

     -¡Qué cosas se ven en esta dichosa Bolsa!, -observó Ernesto.

     -Eso no es nada -dijo Glow. -Miren con disimulo a este señor muy alto y muy derecho que está a espaldas de nosotros.

     -¿Al de la capa?

     -No, al que está a su lado. Uno que lleva un levitón hasta los talones.

     -Ya lo veo. Es el dueño de aquel chalet tan bonito que estuvimos contemplando el otro día. ¿Recuerdas?, -dijo Miguelín a Ernesto en voz muy baja.

     -¿Cuál?

     -Aquél del camino de Palermo, hombre.

     -¡Ah!, sí. 

     -Pues han de saber ustedes que ese caballero, hoy nada menos que director de un sindicato, estuvo preso por estafa en la cárcel de Montevideo, -dijo Glow arrojando la colilla de su habano.

     -¡Es posible!

     -Como que yo lo vi por mis propios ojos en una visita que hice el otro verano a aquel establecimiento. Pero es preciso confesar que estos tipos son escasos en nuestra Bolsa-, prosiguió el doctor después de una pausa durante la cual Miguelín y Ernesto examinaron con una mezcla de aversión y curiosidad al ex-presidario. -Yo no sé cómo la cámara sindical abre las puertas de esta casa a ciertas personas.

     -Es que ella no puede andar averiguando los pelos y señales de todos los que solicitan ser socios de la Bolsa. ¡Son tantos!

     -Tienes razón. Más culpables son los que los presentan.

     -Ligerezas que algún día se corregirán.

     -O que no se corregirán nunca.

     Miguelín se puso un dedo en los labios. Un señor muy erguido, ya entrado en años, de pelo ceniciento y ralo, alto, de piernas larguísimas, tipo yankee, vestido con un sobretodo gris de anchas solapas, pasó sonriendo plácidamente por junto a nuestros tres amigos  y los saludó con aire de impertinente protección.

     -¡Qué facha!, -dijo Glow apuntalándose en el paraguas y mirando al yankee. -Cualquiera diría que vale alguna cosa.

     -¡Y vale, caramba si vale!, -exclamó Miguelín.

     -No lo conoces, cuando dices eso.

     -Digo que vale... por todos los pillos habidos y por haber! Mira qué colega has echado.

     -Y Miguelín señalaba con el dedo a Ernesto el bulto del yankee que aparecía y desaparecía entre los grupos distantes.

     -Psché, hay tantos como ése en la rueda, -contestó Ernesto.

     -Antes obtenía una porción de proveedurías como por ejemplo aquélla del ejército, que hizo morir de hambre a los pobres soldados de la frontera.

     ¿Qué trapisondas son las que hace hoy ese ciudadano?, -interrogó Glow, que aunque sabía los malos antecedentes del yankee, no estaba al corriente de todos los detalles en que se fundaban.

     -Casi nada -dijo Ernesto con sorna. -Imagínese que él es su corredor...

     -¡Dios me libre!, -interrumpió Glow haciendo un gesto de espanto.

     -Amén. Pero lo pongo a usted en el triste,  tristísimo caso, para que resulte más clara mi explicación.

     -Si es así, adelante.

     -Pues como le iba diciendo, figúrese que el caballero de que hablamos es su corredor. Usted, como es natural, no anda siguiéndole los pasos, sino que procede como me hace el honor de proceder conmigo, es decir, le deja cierta libertad de acción que él aprovecha de la siguiente manera. Compra los títulos, o el oro, o lo que V. le mande comprar; pero si resulta que se produce una suba favorable, en vez de correr a V. y decirle: «Señor Glow, tome sus títulos, ya tiene una ganancia de tanto», se los guarda para sí, y después de embucharse la diferencia producto de su estafa, se presenta a V. y con cara muy compungida le dice: «¡Ah, doctor! discúlpeme, pero ¡qué quiere!, no me atreví a comprarle los títulos que me ordenó, porque me pareció que iban a bajar», o «a subir», según V. juegue al alza o a la baja. Yo estoy acostumbrado a ver estas cosas todos los días. Se hacen de mil maneras diferentes, y ha llegado a suceder hasta que se alteren las anotaciones de las pizarras. Este delito, este verdadero delito, se designa entre nosotros con una palabra demasiado suave para calificarlo. Se llama gato.

     -¿Gato una anotación falsa en la pizarra?,  -dijo el doctor con acento de protesta.-¡Eso es un crimen! ¡Cuánta pobre gente se guía por las anotaciones! ¡De manera que la sección comercial de los diarios suele no ser reproducción exacta del estado de la plaza?

     -Es claro que no, porque los diarios lo que hacen es copiar las anotaciones de las pizarras.

     No eran desconocidas para Glow estas artimañas de los corredores; pero encontraba más decente aparentar ignorarlas.

     -También sucede -prosiguió Ernesto- que a veces se ponen varios de acuerdo para hacer subir, o bajar, como les convenga, el precio de las acciones o del oro, fingiendo hacer operaciones a precios que estén en el orden de sus conveniencias. La semana pasada ocurrió un hecho digno de contarse. Un cliente manda a un corredor de antecedentes dudosos, que le compre mil acciones de la Territorial a un precio determinado. El corredor me ve a mí, se me acerca, y me hace la siguiente proposición: «D. Fulano -me dice- desea comprar tantas acciones de tal clase a tanto. Sé que V. tiene en su poder ese número de acciones. ¿Quiere que hagamos una cosa?» -¿Cuál?, -le pregunto. -«Finja vendérmelas a un punto más, y partimos la diferencia.» Como ustedes se imaginarán, mi contentación  fue darle la espalda. Pero media hora después vi anotadas en la pizarra mil acciones de las que él quería comprar, al precio mismo que me propuso hiciéramos el negocio: a un punto más de lo que valían. Aquel corredor había probablemente encontrado el cómplice que necesitaba.

     -No era difícil -observó Glow haciendo un molinete con el paraguas.

     -No crea doctor; en nuestra Bolsa, a pesar de los abusos que en ella se cometen, y que nadie puede evitar, hay mucho honor, tal vez más que en ninguna otra Bolsa del mundo. Hay en la rueda personas que se levantarían la tapa de los sesos antes de cometerla menor irregularidad.

     -Allí viene el marqués. Háganse los que no le ven, porque si nos ea capaz de venir a pedirme plata prestada, y ya me tiene seco a pedidos, -dijo Miguelín tapándose la cara con el pañuelo.

     Miguelín aludía sin duda a cierto joven muy peripuesto y afiligranado que desfiló sin hacer alto en nuestros tres personajes, dejando en pos de sí impregnada la atmósfera de olor a jazmín de Guerlain.

     -Lástima que sea apócrifo. Tiene tipo de noble.

     -¿Sabes que se casa? 

     -¿Con quién?

     -Con una hija de Martiniano Laber, el rico estanciero.

     -Si la conozco. ¡Lástima de muchacha! ¡Tan bonita y caer en semejantes manos!

     -A la verdad que da pena -dijo el doctor sentándose en uno de esos bancos que hay adheridos a todas las paredes de la Bolsa- da pena ver la facilidad con que estos aventureros encuentran aceptación entre las muchachas porteñas. Ellas posponen a cualquier hijo del país cuando se les presenta uno de esos caballeros de industria que al venir a nuestra tierra se creen con los mismos derechos que los españoles en tiempo de 1a conquista...

     -Peor, mucho peor -apuntó Miguelín cerrando los puños. -Es cierto que la inmigración en general nos reporta grandes beneficios, pero también lo es que todo lo que no tiene cabida en el viejo mundo, viene a guarecerse y medrar entre nosotros. El Gobierno debería ocuparse de seleccionar...

     -¡Chist! ¡Atención!

     Grave, majestuoso, balanceándose suavemente al andar, la faz rubicunda teñida por aquel pincel a cuyo extremo hay una botella de ginebra o cualquier otro artista espirituoso; cubierta la cabeza por un galerín cuyas angostas  alas hacían resaltar más de lo permitido una nariz prominente, llena de grietas rojizas; envuelto en largo paletó con cuello y bocamangas de pieles, don Anatolio Raselano avanzaba hacia el grupo formado por nuestros tres amigos. Llegó hasta ellos, se detuvo un segundo, saludó con un «buenas tardes, señores», y siguió adelante.

     -¡Miren, que marcha triunfal!

     Lo era en efecto. ¡Cómo se descubrían todas las cabezas y se doblaban todas las cinturas! ¡Cómo se abría ancho paso al vejete de la nariz pintarrajeada por el alcohol! Había cara que se volvía hacia él y se iluminaba como esas flores que presentan su cáliz al incendio del sol.

     -¡Lo que es gozar del favor del Gobierno!, -dijo el doctor mirando con aire melancólico aquellos homenajes tributados a un borracho. -¡Cómo se conoce que es socio del...!

     Aquí nombró a alguien, a un personaje cuya elevada posición no puede ser comparada a ninguna otra, porque las supera a todas.

     -¿Éste es el mismo Roselano que intervino en la famosa venta del ferrocarril de marras?

     -El mismo -repuso Miguelín. -Dicen que  sacó un bocado igual al del gobernador y demás socios.

     -¡Pobre patria; en qué manos has caído!, -exclamó el doctor incorporándose. -Y miren lo que es el mundo. Todos esos que tan amablemente lo van saludando ahora, son los primeros en hablar mal de él y en criticar los abusos del Gobierno y sus favoritos. Hasta yo me he contagiado. A pesar de mis simpatías por la oposición, no he tenido el menor inconveniente en invitar a toda la gente situacionista para el baile del jueves. ¡Pero fíjense en ese cuadro!

     Glow tenía razón. Descubríanse las cabezas con respeto al paso del hombre de la nariz colorada, más apenas pasaba, las bocas buscaban los oídos, y los oídos escuchaban placenteros los dicterios de las bocas.

     En aquel momento Lillo dijo que tenía mucho que hacer, y se separó de sus amigos. Miguelín no tardó en hacer otro tanto, y ya el doctor se preparaba a marcharse en pos de él, cuando oyó que alguien lo llamaba.

     ¿Avez vous vu monsieur Granulillo?

     Glow se volvió. El que hablaba masticando las palabras francesas con dientes alemanes, y no de los más puros, por cierto, era un hombre pálido, rubio, linfático, de mediana estatura, y en cuya cara antipática y afeminada  se observaba esa expresión de hipócrita humildad que la costumbre de un largo servilismo ha hecho como el sello típico de la raza judía. Tenía los ojos pequeños, estriados de filamentos rojos, que denuncian a los descendientes de la tribu de Zabulón, y la nariz encorvada propia de la tribu de Ephraïm. Vestía con el lujo charro del judío, el cual nunca puede llegar a adquirir la noble distinción que caracteriza al hombre de la raza aria, su antagonista. Llamábase Filiberto Mackser y tenía el título de barón que había comprado en Alemania creyendo que así daba importancia a su oscuro apellido.

     Iba acompañado de un joven, compatriota y correligionario suyo, que ejercía el comercio de mujeres, abasteciendo los serrallos porteños de todas las bellezas que proporcionan los mercados alemanes y orientales. También escribía en un diario de la tarde en cuyas columnas prestaba importantes servicios a los intereses judíos, consiguiendo muchas veces dirigir la opinión en favor de éstos. Era, además, presidente de un club de traficantes de carne humana, que tenía su local en las inmediaciones de una comisaría, y al cual la policía no se había permitido molestar nunca. Pero la profesión ostensible de aquel innoble personaje, era la  de comerciante de alhajas, que le servía para encubrir su infame tráfico y dar un pretexto decente a sus continuos viajes al extranjero. Pálido, rubio, enclenque y de reducida estatura, sabe Dios qué extraños lazos lo unían con el barón de Mackser, al que parecía tratar con exagerados miramientos.

     Como no conocía a Glow, el traficante de carne humana se quedó a algunos pasos de distancia, esperando a que su amigo acabase de hablar con el doctor. Guiñando los ojos, el barón preguntó a éste:

     -¿Et comment allez vous, mon cher docteur?

     Glow le dijo secamente que bien. Claramente se notaban sus deseos de separarse del judío, que no lo dejaba, hablándole en el único idioma común a los dos, en francés, porque el descendiente de Judas no conocía el español, y Glow no entendía el alemán. No ignoraba el doctor que aquel semita era un enviado de Rothschild, el banquero inglés, que lo había mandado a Buenos Aires para que operase en el oro y ejerciese presión sobre la plaza. Lo que el doctor no sabía era que Mackser tenía la consiga de acaparar, de monopolizar, con ayuda de un fuerte sindicato judío, a cuyo frente estaba él, las principales fuentes productoras del país. El único argentino que lo secundaba y a veces hasta dirigía, no  tardará en aparecer, y quizás el lector haya previsto que no era otro que aquél por el cual acababa de preguntar Mackser al doctor. Por fin el barón se despidió, apresuradamente y fue a reunirse con el traficante de carne humana. Glow no acertaba a explicarse esta brusca separación, cuando vio que se acercaba pausadamente el célebre Carcaneli, llamado el rey de la Bolsa, el fénix de la especulación, el genio sin segundo que avasallaba la plaza con un gesto, con una operación, con un capricho, y que estaba destinado a morir loco y pobre en un apartado rincón de Italia, acometido por el delirio de las grandezas y el de las persecuciones, que le producía accesos furiosos durante los cuales se imaginaba ser el eje a cuyo alrededor giraban los millones de todos los mercados del mundo, y después la víctima perseguida por acreedores tan feroces y despiadados como Shylock. Aun hoy se ve, en el centro de la Avenida, República, el palacio extravagante que edificó en el apogeo de su fama y de su fortuna, y que demostraba, por la rara disposición de su jardín estrambótico, muy cambiado ahora, el desorden mental que empezaba a trastornarlo, acosado por la ambición frenética de llegar a ser el árbitro de las finanzas argentinas, y trabajado por una vida  de desórdenes y placeres que debilitaban su cerebro devorado por una fiebre que lentamente lo consumía. Era grande en todo. Generoso, bueno, espléndido, amado de la juventud, a quien estimulaba y protegía.

     ¡Pobre Carcaneli! ¿Quién no lo recuerda? Venido a América en el vientre de un vapor repleto de inmigrantes, había desembarcado en Buenos Aires con sus zapatos herrados, su mezquino equipaje de inmigrante engañado por las promesas de los agentes oficiales y trapisondistas, y su pintoresco traje de pana rayada. Lo acompañaba un primo suyo, Fracucheli, y juntos se pusieron a trabajar en calidad de peones de una empresa ferrocarrilera, consiguiendo, en tres años de cruentas privaciones, reunir entre los dos un corto capital que Carcaneli centuplicó rápidamente, gracias a su talento audaz y a su prodigiosa actividad, llegando a dominar la Bolsa con sus golpe, atrevidos de especulador improvisado, y conquistándose una posición social muy en relación con sus méritos. Fracucheli se levantó con él y estaba a punto de fundar un Banco por acciones, con un capital formidable.

     -Mi buen Carcaneli ¿qué se cuenta de nuevo?

     -¿Huyó el Judas? 

     -Así parece, cuando te ha visto...

     Carcaneli se echó a reír. Huirle, a él, que no era ningún animal dañino. Se refería al barón de Mackser, su antagonista, que con ayuda del sindicato que presidía lograba hacerle una de esas guerras sordas, terribles, de que suele ser teatro la Bolsa, y en las cuales los protagonistas se ensañan de un modo salvaje, aniquilándose, destruyéndose mutuamente, hasta quedar uno u otro fuera de combate, es decir, deshonrado o pobre, cuando no las dos cosas a la ver. Y el barón evitaba siempre encontrarse con Carcaneli, temiendo sin un lance personal con el italiano, que estala destinado a ser su víctima, suerte reservada a todo el que tenga la mala fortuna de entrar en lucha con los judíos.

     Carcaneli se reía, acariciándose las chuletas norteamericanas, negras, cuidadosamente afeitadas al nivel de la boca. Grueso y fornido, de regular estatura, ojos muy vivos, azules, sanguíneo, fuerte, miraba al judío que no sabía dónde meterse y que acabó por desaparecer detrás de la puerta de la oficina de liquidación, mientras el italiano, despidiéndose de Glow, entró en la solitaria rueda y se paró delante de las pizarras.

     ¡Si no se hubiera ido tan pronto! Glow vio  pasar, en medio de un estupor general que de improviso enmudeció todas las bocas, la alta y gallarda figura del que entonces era el héroe de todas las conversaciones, personaje casi legendario en los anales de la Bolsa, estigmatizado por los unos, defendido por los otros, terror y asombro de los más. Había surgido de repente manejando capitales fabulosos, tirando el oro a todos los vientos, fundando casas de caridad, protegiendo las artes, aplastando a los más opulentos con sus soberbias fastuosidades. Había sufrido, había luchado en silencio, enriqueciéndose poco a poco, soportando con paciencia los vejámenes hechos a su miseria por la sociedad. Y ahora, rico ya, se erguía él solo contra la sociedad en masa, la desafiaba, se gozaba en producir inmensos Kracks, arruinaba a amigos y enemigos, y sobre el tendal de víctimas inmoladas por su mano vengadora, se levantaba él, con su hermosa figura altanera, risueño, sereno, triunfante, invulnerable...

     Cuando el doctor se vio solo en aquel vasto salón que se iba despoblando poco a poco, sacó un habano, lo encendió, empuñó el paraguas como se empuña una espada, y con el aire arrogante de un oficial que marcha [40] al frente de su compañía, se dirigió hacia la puerta, cantando bajito:

                                          -La donna è mobile                                    
qual piuma al vento,
muta d'accento
e di pensiero...