VIII  10. INDEPENDENCIA DE LAS TRADICIONES RETRÓGRADAS QUE NOS SUBORDINAN AL ANTIGUO RÉGIMEN

 

Dos ideas aparecen siempre en el teatro de las revoluciones: la idea estacionaria que quiere el statu quo, y se atiene a las tradiciones del pasado, y la idea reformadora y progresiva; el régimen antiguo y el espíritu moderno. Cada una de estas dos ideas tiene sus representantes y sectarios, y de la antipatía y lucha de ellos, nacen la guerra y los desastres de una revolución.

El triunfo de la revolución es para nosotros el de la idea nueva y progresiva; es el triunfo de la causa santa de la libertad del hombre y de los pueblos. Pero ese triunfo no ha sido completo, porque las dos ideas se hostilizan sordamente todavía; y porque el espíritu nuevo no ha aniquilado completamente al espíritu de las tinieblas.

La generación americana lleva inoculados en su sangre los hábitos y tendencias de otra generación. En su frente se notan, si no el abatimiento del esclavo, las cicatrices recientes de la pasada esclavitud.

Su cuerpo se ha emancipado, pero su inteligencia no.

Se diría que la América revolucionaria, libre ya de las garras del león de España, está sujeta aún a la fascinación de sus miradas y al prestigio de su omnipotencia.

La América independiente, sostiene en signo de vasallaje, los cabos del ropaje imperial de la que fue su Señora, y se adorna con sus apolilladas libreas.

¡Cosa monstruosa! Una virgen llena de vida y robustez, cubierta de andrajosos harapos: —la democracia, engalanada con los blasones de la monarquía, y la empolvada cabellera de la aristocracia: —un siglo nuevo, embutido en otro viejo:—un joven, caminando al paso de la decrepitud: —un cadáver y un vivo, cubiertos de una misma mortaja: —la América revolucionaria, envuelta todavía en los pañales de la que fue su madrastra.

Dos legados funestos de la España traban principalmente el movimiento progresivo de la revolución americana, sus costumbres y su legislación.

Un orden político nuevo, exige nuevos elementos para constituirlo.

Las costumbres de una sociedad fundada sobre la desigualdad de clases, jamás podrán fraternizar con los principios de la igualdad democrática.

La España nos dejó por herencia la rutina, y la rutina no es otra cosa en el orden moral, que la abnegación del derecho de examen y de elección, es decir, el suicidio de la razón; y en el orden físico, seguir la vía trillada, no innovar, hacer siempre las cosas en el mismo molde, ajustarlas a la misma medida; y la democracia exige acción, innovación, ejercicio constante de todas las facultades del hombre, porque el movimiento es la esencia de su vida.

La España nos imbuía en el dogma del respeto ciego a la tradición y a la autoridad infalible de ciertas doctrinas; y la filosofía moderna proclama el dogma de la independencia de la razón y no reconoce otra autoridad que la que ella sanciona, ni otro criterio para decidir sobre principios y doctrinas, que el consentimiento uniforme de la humanidad.

La España nos recomendaba respeto y deferencia a las opiniones de las canas, y las canas podrán ser indicio de vejez, pero no de inteligencia y de razón.

La España nos enseñaba a ser obedientes y supersticiosos, y la democracia nos quiere sumisos a la ley, religiosos y ciudadanos.

La España nos educaba para vasallos y colonos, y la patria exige de nosotros una ilustración conforme a la dignidad de hombres libres.

La España dividía la sociedad en cuerpos, jerarquías, profesiones y gremios y ponía al frente de sus leyes —clero, nobleza, estado llano o turba anónima; y la Democracia, nivelando todas las condiciones, nos dice que no hay más jerarquías que las que establece la ley para el gobierno de la sociedad: que el magistrado fuera del lugar donde ejerce sus funciones, se confunde con los demás ciudadanos: que el sacerdote, el militar, el abogado, el comerciante, el artesano, el rico y el pobre, todos son unos: que el último de la plebe es hombre igual en derechos a los demás, y que lleva impresa en su frente la dignidad de su naturaleza: que sólo la probidad, el talento y el ingenio engendran supremacía: que el que ejerce la más ínfima industria, si tiene capacidad y virtudes, no es menos que el sacerdote, el abogado u otro que emplea sus facultades en cualquiera otra profesión: que no hay profesiones unas más nobles que las otras, porque la nobleza no consiste en vestir hábito talar, o en llevar tal título, sino en las acciones: y que, en suma, en una sociedad democrática sólo son dignos, sabios y virtuosos y acreedores a consideración, los que propenden con sus fuerzas naturales al bien y prosperidad de la patria.

Para destruir estos gérmenes nocivos y emanciparnos completamente de esas tradiciones añejas, necesitamos una reforma radical en nuestras costumbres: tal será la obra de la educación y las leyes.

Una legislación semi-bárbara, dictada en tiempos tenebrosos por el capricho o la voluntad de un hombre, para escuchar los intereses y afianzar el predominio de ciertas clases; una legislación hecha, no para satisfacer las necesidades de nuestra sociedad, sino para robustecer la tiranía de la metrópoli; una legislación destinada a colonos y vasallos, no a ciudadanos; una legislación que eterniza los pleitos y diferencias, causando la ruina de los particulares y del Estado; que abre ancho campo a la mala fe y los abusos; que da margen a las cavilaciones de una jurisprudencia oscura y vacilante, erizada de argucias escolásticas; una legislación, en suma, que no tiene raíz alguna en la inteligencia de la nación, y que mina por el cimiento los principios de la igualdad y la libertad democrática; jamás podrá convenir a la América independiente.

Nuestra legislación debe ser parto de la inteligencia y costumbres de la Nación.

Educar al pueblo, morigerarlo, será el modo de preparar los elementos de una legislación adecuada a nuestro estado social y a nuestras necesidades.

La obra de la legislación es lenta, porque las costumbres no se modifican de un golpe.

Las leyes influyen sobre manera en la mejora de las costumbres. Cuando las leyes son malas, las costumbres se depravan; cuando buenas se mejoran.

Los vicios de un pueblo están casi siempre entrañados en el fondo de su legislación. La América lo atestigua. Las costumbres americanas son hijas de las leyes españolas.

Nuestras leyes positivas deben estar en armonía con los principios de derecho natural. Jus privatum latet sub tutela juris publici. Porque así como la razón es el fundamento de todos los derechos, la ley natural es la regla primitiva y el origen de todas las otras leyes.

Ellas serán personales, o igualmente obligatorias para todos. La fuerza de la ley no consiste sino en que ella recaiga sobre todos.

Ellas fijarán a cada ciudadano los límites de sus respectivos derechos y obligaciones, y les enseñarán lo útil o nocivo a su interés particular y al colectivo de la sociedad.

Si la ley debe ser una para todos, ninguna clase civil, militar o religiosa tendrá leyes especiales, sino que estará sujeta a la ley común.

A la realización de estos principios deben encaminarse las miras de nuestros legisladores.

Un cuerpo completo de leyes americanas, elaborado en vista del progreso gradual de la Democracia, sería el sólido fundamento del edificio grandioso de la emancipación del espíritu americano.