VII 9. CONTINUACION DE LAS TRADICIONES PROGRESIVAS DE LA REVOLUCION DE MAYO

  

La revolución americana, como todas las grandes revoluciones del mundo, ocupada exclusivamente en derribar el edificio gótico labrado en siglos de ignorancia por la tiranía y la fuerza, no tuvo tiempo ni reposo bastante para reedificar otro nuevo, pero proclamó, sin embargo, las verdades que el largo y penoso alumbramiento del espíritu humano había producido para que sirviesen de fundamento a la reorganización de las sociedades modernas.

Los revolucionarios de Mayo sabían que la primera exigencia de la América era la independencia de hecho de la metrópoli y que, para fundar la libertad, era preciso emancipar primero la patria.

Absortos en este pensamiento, echaron, sin embargo, una mirada al porvenir y bosquejaron de paso a las generaciones venideras el plan de la obra inmensa de la emancipación Argentina.

En sus decretos y leyes, improvisados en medio de los azares de la lucha y del estrépito de las armas, se hallan consignados los principios eternos que entran en el código de todas las naciones libres.

La libertad individual y de expresar y publicar las ideas sin previa censura. Ellas dicen "que el cuerpo social debe garantizar y afianzar los derechos del hombre, aliviar la miseria y desgracia de los ciudadanos y propender a su prosperidad e instrucción; que la ignorancia es causa de esa inmoralidad que apaga todas las virtudes y produce todos los crímenes; que ningún ciudadano podrá ser penado sin proceso y sentencia legal; que las cárceles son para seguridad, no para castigo de los reos; que el crimen es la infracción de la ley vigente; que todo ciudadano debe sobrellevar cuantos sacrificios demande la patria en sus necesidades y peligros, sin que se exceptúe el de la vida; y que, por su parte, cada ciudadano debe contribuir al sostén y conservación de los derechos de sus conciudadanos y a la felicidad pública; que un habitante de Buenos Aires, ni ebrio ni dormido, debe tener inspiraciones contra la libertad de su patria; ellas, en fin, declaran que sólo el pueblo es el origen y el creador de todo poder.

¡Bello y magnífico programa! ¡Pero cuán distantes estamos de verlo realizado! Estos principios tan santos no han pasado de las leyes, y han sido como una obra abstracta que no está al alcance del entendimiento común.

A pesar de esto, los legisladores de la revolución hicieron lo que pudieron. Conocieron, sin duda, que la inteligencia del pueblo no estaba en sazón para valorar su importancia; que había en sus sentimientos, en sus costumbres, en su modo de ver y sentir, ciertos instintos reaccionarios contra todo lo nuevo y que no entendía; pero era necesario obrar, y obraron.

Necesitaban del pueblo para despejar de enemigos el campo donde debía germinar la semilla de la libertad y lo declararon soberano sin límites.

No fue extravío de ignorancia, sino necesidad de los tiempos. Era preciso atraer a la nueva causa los votos y los brazos de la muchedumbre, ofreciéndole el cebo de una soberanía omnipotente. Era preciso hacer conocer al esclavo que tenía derechos iguales a los de su señor, y que aquéllos que lo habían oprimido hasta entonces, no eran más que unos tiranuelos que podía aniquilar con el primer amago de su valor; y en vez de decir, la soberanía reside en la razón del pueblo, dijeron: el pueblo es soberano.

Pero, estando de hecho el Pueblo, después de haber pulverizado a los tiranos, en posesión de la soberanía, era difícil ponerle coto. La soberanía era un derecho adquirido a costa de su sangre y de su heroísmo. Los ambiciosos y malvados, para dominar, atizaron a menudo sus instintos retrógrados, y lo arrastraron a hollar las leyes que como soberano había dictado; a derribar gobiernos constituidos, anarquizar y trastornar el orden social y a entregarse sin freno a los caprichos de su voluntad y al desagravio violento de sus antipatías irracionales.

El principio de la omnipotencia de las masas debió producir todos los desastres que ha producido y acabar por la sanción y establecimiento del Despotismo.

Pero ese principio ha sido también fértil en útiles resultados. El Pueblo, antes de la revolución, era algo sin nombre ni influencia; después de la revolución apareció gigante y sofocó en sus brazos al león de España. La turba, el populacho, antes sumergido en la nulidad, en la impotencia, se mostró entonces en la superficie de la sociedad, no como espuma vil, sino como una potestad destinada por la Providencia para dictar la ley y sobreponerse a cualquiera otra potestad terrestre.

La soberanía pasó de los opresores a los oprimidos, de los reyes al pueblo, y nació de repente en las orillas del Plata, la Democracia; y la democracia crecerá: su porvenir es inmenso.

Ese pueblo, deslumbrado hasta aquí por la majestad de su omnipotencia, conocerá vuelto en sí, que no le fue dada por Dios, sino para ejercerla en los límites del derecho como instrumento de bien. Ese pueblo se ilustrará: los principios de la revolución de Mayo penetrarán al cabo hasta su corazón, y llegarán a ser la norma de sus acciones.

He aquí una generación que viene en pos de la generación de Mayo; hija de ella, hereda sus pensamientos y tradiciones; nacida en la aurora de la libertad, busca con ojos inquietos en el cielo oscurecido de la patria, el astro hermoso que resplandeció sobre su cuna.

Ella viene a continuar la obra de sus padres, enriquecida con las lecciones del estudio y de la experiencia.

Ella conoce todo lo que hay de incompleto en esas instituciones, dictadas al acaso en los conflictos de la inexperiencia y de la necesidad, y se prepara a completarlas o perfeccionarlas con el auxilio de la luz y progreso de la ciencia social.

Ella procurará ponerlas en armonía con los adelantos de la razón pública y se esforzará para que lleguen un día a ser el credo político de todas las inteligencias y a tener viva y permanente realidad.